Castillos de arena.

-No te vayas. No me dejes.

En su voz había un deje de súplica desesperada, de fatalismo resignado. Cerraba los ojos con fuerza para evitar que las lágrimas la delatasen, sin éxito. La cara vuelta al suelo quería esconderse de su mirada, de esa mirada que siempre había estado allí.

-Tengo que irme – dijo solamente.

Y así, sin más, se fue.

Como sus ojos estuvieron cerrados, no pudo ver la expresión en la cara de Paolo. No pudo ver cómo una lágrima silenciosa, la única y última que jamás hubiera derramado, descendía por su mejilla, caminando lentamente por esa piel que Vittoria conocía tan bien, llegando a la barba que le daba ese aspecto de ser mayor de lo que era. Era una fría madrugada del año 1943, y Paolo partía a Montello, en las alturas de Treviso, para hacer la guerra a Hitler y Mussolini. El norte de Italia, le había dicho, resistiría. Y él volvería con ella, orgulloso por haber cumplido con su deber.

Pero nunca volvió.

Vittoria contaba entonces 16 años recién cumplidos. Era una joven italiana de la región del Véneto, donde había nacido y crecido. En los recuerdos que pueda tener una chica de tan corta edad sólo había espacio para dos cosas: las montañas y Paolo. Las montañas habían estado allí siempre, incluso cuando su padre se fue, aunque eso ella no lo recordaba. También estaban cuando su madre murió, siendo ella muy joven, y sus vecinos la acogieron. Fue entonces cuando conoció a Paolo, el hijo de su nueva familia, el chico callado de mirada viva. Aunque poco propenso a las palabras al principio, él la observaba siempre: cuando sacaban a las ovejas a pastar cada mañana y las recogían al atardecer apenas habían intercambiado unas cuantas palabras, casi todas referentes a la lana, el frío y los pastos. Pero, cuando creía que Vittoria no podía verlo, él la miraba. Se pasaba horas mirándola, sentado y sin hablar.

–         ¿Qué miras? – Preguntó un día, traviesa.

–         -Nada.

–         Me estás mirando. Me miras todo el rato. ¿Por qué?

Paolo apartó la mirada, fingiendo que vigilaba las ovejas. Una media sonrisa, un punto tímida, asomó a sus labios y la sangre acudió a su cara.

–         Yo… lo siento.

–         ¿Eso es todo? – inquirió con insatisfecha curiosidad.

Paolo la miró, desafiante:

–         Sí.

Durante toda su vida, Vittoria sonrió al recordarle ahí, avergonzado y aún así altivo, como era él. Con el tiempo las palabras fluyeron con más facilidad, y surgieron las bromas, las risas y los susurros. Las miradas nunca se fueron, y no necesitó volver a preguntarse por qué. Una tarde, cuando contemplaban el sol morir detrás de las montañas, entre destellos anaranjados y nubes rasgadas que sangraban el color de los atardeceres, ella le cogió la mano. Y sólo el árbol en cuyas raíces descansaban y un puñado de indiferentes ovejas fueron testigos de su primer beso.

 

–         ¿Lo ve, doctor? Mira sin ver, como soñando. Ya ni siquiera me reconoce.

Un hombre con bata blanca examinaba unos informes con aspecto preocupado. Se encontraba sentada en una silla, al otro lado de un escritorio de madera oscura. A su izquierda, la mujer que había hablado los miraba alternativamente, al doctor y a ella, como esperando encontrar respuestas en el rostro de alguno de los dos.

–         Mamá – dijo, mirándola -, mamá, ¿me reconoces?

Vittoria la miró sin comprender. ¿Aquella mujer la había llamado “mamá”?. Miró a su alrededor. ¿Dónde estaba? Los diplomas a espaldas del hombre de la bata sugerían un hospital. Eran tantos que aquel médico debía ser un personaje importante. ¿Pero por qué…?

-Yo… yo no soy tu madre – balbució, confundida.

La voz que salió de su boca era la de una anciana, no la suya. Miró sus manos, aterrada, y lo que vio fue la piel de la anciana que había hablado. De pronto sintió vértigo, un vértigo terrible, y su estómago se contrajo como cuando estamos justo al borde de un acantilado, asomados al abismo, sin nada que nos sostenga salvo nuestros propios pies y nuestras ganas de vivir.

Entonces, de repente, todo encajó. Algo estalló en su cabeza y un torrente de recuerdos la golpeó con la fuerza de un ciclón. Era su vida. Miles de amaneceres, risas, lágrimas, cantos, hombres, mujeres, mares, lechos y gemidos, gritos y atardeceres, danzaron en torno a ella. Pero Paolo no apareció por ninguna parte. No era, sencillamente, parte de su vida. Porque no había vuelto; porque había muerto. Porque aquel árbol a cuyo resguardo compartieron tantos besos no volvió a verlos juntos nunca más.

A su lado, su hija la miraba con preocupación Ella le devolvió la mirada, llena de ternura y de dolor.

-¿Lo voy a olvidar todo, verdad? – preguntó, con la tranquilidad que otorga la aceptación de un triste pero inminente final – A ti. A Paolo. Y a las montañas también, ¿no es cierto?

Su hija se levantó y la abrazó con fuerza, como si así pudiera retener a la madre que el Alzheimer le estaba robando.

Entonces todo comenzó a desvanecerse a su alrededor, como un castillo de arena seca que el viento convierte en polvo. El tiempo pareció detenerse, y su hija se escapó de entre sus brazos, hundiéndose en la más absoluta oscuridad. Desapareciendo junto a miles de amaneceres, risas, lágrimas, cantos, hombres, mujeres, mares, lechos y gemidos, gritos y atardeceres. Desapareciendo junto al resto de su vida.

Casi sumido en la penumbra, Paolo la observaba con esa mirada que tanto amó. Que tanto amaba. Estaba de pie, a su lado, y no hablaba. Entonces levantó una mano hacia ella mientras, poco a poco, desaparecía entre las sombras. En sus ojos aún veía aquel brillo, aquella chispa de vida que nunca debió extinguirse.

Vittoria lloró.

–         No te vayas. No me dejes.

Sintió cómo le cogía la mano, tal y como hizo ella una vez, hace tanto tiempo. Esta vez no cerró los ojos.

–         Tengo que irme – dijo con voz suave.

Y así, sin más, se fue.

1 comentario

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Una respuesta a “Castillos de arena.

  1. marisa

    Un artículo muy bueno Jacobo….

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