Sobre los héroes.

La lluvia caía aquella tarde sobre unas calles tan desiertas como lo estaba mi imaginación de buenas ideas. Ni un alma. Ni rastro. Además, no era fácil el tema: sobre los héroes de la pandemia. Hay que estar a la altura y últimamente ha cambiado el rasero. Es un epíteto complicado, variante, amplio. Y seguro que ya han escrito sobre médicos, enfermeros, celadores, cajeros, repartidores, policías, militares. Todos héroes, claro. Pero hay que ser original, caray. Seguro que alguien se me escapaba. Algún héroe anónimo. Alguien de quien no se hable en las redes sociales o a quien no aplaudamos a las ocho cada tarde. Piensa hombre, piensa.

Así estuve un buen rato, estrujándome los sesos en mi habitación. Buscando al samaritano olvidado. En las noticias, en el periódico, en todas partes. Un tipo le hacía la compra a sus vecinos. Otro estaba recaudando dinero para la Cruz Roja vendiendo camisetas. Un tercero, que tenía una impresora 3D –una pasada, por cierto –, se había puesto a imprimir máscaras de protección para el personal sanitario. Imprimiendo máscaras, macho. En fin, que está España llena de héroes y yo vacío de buenas historias.

De tanto pensar me había entrado hambre. Miré el reloj: las tres y media. Con esta cuarentena llevo unos horarios algo extraños, lo reconozco, y eso me había costado ya varias broncas de mi madre. Puse rumbo a la cocina.

— Vaya horas. ¿Te acabas de levantar? – Ahí estaba ella, con el pelo recogido en un moño y las manos enfundadas en sendos guantes de fregar, frotando una sartén con restos de vete a saber qué.

— No, no – me defendí – Estaba escribiendo una cosa. Un artículo para un concurso. Sobre héroes.

— ¿Sobre héroes?

— Sobre héroes – confirmé. No sabía por qué me preguntaba, si goza de un oído estupendo. Supuse que le apetecía charlar un rato. A lo mejor me libraba de la bronca por estar todavía en pijama – Creo que voy a escribir sobre uno de esos médicos que se están dejando la vida en las urgencias. Ahí, al pie del cañón, sin EPIs ni nada. O sobre un chaval que imprime máscaras.

La verdad es que ninguno de los dos cumplía mis altos estándares de originalidad, pero quería dar la impresión de que tenía el asunto a medio escribir. Abrí una de las ollas en las que mi madre había preparado la comida. Tuve suerte: espaguetis.

— ¿Hay tomate?

Mi madre seguía ahí, friega que te friega, dejando la sartén como una patena. Pensé que, en realidad, no sabía lo que era una patena. Debía de ser algo limpísimo.

— ¿Un chaval que imprime máscaras? ¿Cómo, de papel? – A veces ignoraba mis preguntas cuando consideraba que eran demasiado obvias. Pues claro que hay tomate, venía a decir. Miré en la despensa.

—No, no. De plástico. Con una impresora tresdé. Las saca como churros.

Se encogió de hombros. “Qué cosas”, dijo. Se había desenfundado los guantes de fregar y me miró mientras yo inundaba mis espaguetis con tomate frito.

— Pues cuando acabes podrías echarme una mano con la plancha, que sois cuatro hermanos y con todos en casa yo ya no doy abasto con tanto calzoncillo y tanto calcetín.

Asentí con la cabeza sin mucho entusiasmo. Me llevé una buena ración de pasta a la boca para no tener que sellar verbalmente mi promesa. La verdad es que doblar calcetines era lo último que me apetecía hacer esa tarde. Tenía que encontrar a mi héroe en la sombra y lo del chaval de las máscaras no me convencía en absoluto. Pero, bien mirado, ya me iba tocando arrimar un poco el hombro. Desde que había vuelto a casa a pasar la cuarentena con mi madre y mis hermanos había hecho poca cosa. Me resigné.

El caso es que poco después ahí estaba yo, doblando gayumbos mientras pensaba en toda esa gente ahí fuera, dejándose la vida por nosotros. Me sentí un poco sacrílego, la verdad.  Después de la plancha, como no tenía nada que hacer, ayudé a mi madre a pasar la aspiradora. Me sorprendió la de pelos que echa el gato: si uno se fija bien los encuentra donde sea. Yo no entiendo cómo no se queda calvo el pobre animal. En fin.

Luego fregué el baño y lo dejé como una de esas famosas patenas. Que, por cierto, son como unos platitos que se usan en misa para dar de comulgar. Lo había mirado en el móvil después de dejar el retrete como un espejo. Volví a sentirme un poco sacrílego.

Cuando por fin acabamos me volví a mi habitación. Hay que ver lo que cuesta mantener la casa en condiciones. Y más con cuatro chavales aquí metidos, que a veces ni aciertan al mear. Me dejé caer pesadamente sobre la silla, resignado a escribir sobre el tipo de las máscaras y las impresoras. Al fin y al cabo, el hombre estaba haciendo una gran labor. Y gratis. Igual que mi madre cada día, la verdad.

Y se me encendió una lucecita. Click. Ahí estaba mi inspiración, mi samaritano, mi heroína. Justo ahí, sí, con su pelo recogido, sus ojeras y sus guantes de fregar. Y yo sin darme cuenta. Vale que no esté en quirófano salvando vidas, ni sea una de esas cajeras de supermercado que están en primera línea contra el virus. Pero a mí no me ha faltado el tomate de los espaguetis ni una sola vez, y eso que estamos en cuarentena. Y llevo ropa limpia. Y como caliente.

Seguro que España está llena de gente así, pensé. Que a pesar de cualquier virus se preocupan por que no falte de nada. Que cuidan, que se desvelan, que minimizan el trauma. Que consiguen que en sus casas reine la normalidad, aunque el mundo afuera sea un disparate.

Sí. Seguro que España está llena de madres.

Foto: Augusto Ferrer-Dalmau.

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Nessun Dorma

¡Que nadie duerma! ¡Nessun dorma! Con esas palabras comenzaba la canción. ¡Que no me duerma, dice el italiano! ¿Y por qué no habría de dormirme? Estoy cansado, me duele el pecho y tengo la boca seca. Como cuando salía de trabajar en aquella mina oscura, cuando era joven, con la cara llena de polvo y los pulmones de carbón. Pero entonces volvía a casa. Volvía al cariño de un abrazo, a la caricia de unas manos que ahuyentaban de mí los últimos jirones de frío que, insidiosos, todavía se aferraban a mis huesos.

Ahora es diferente. Ya no hay abrazos y las manos están amordazadas, cubiertas, escondidas tras guantes de plástico. El dolor se niega a dejarme, el cansancio me atenaza en cada aliento, la noche cae sobre mi pecho como una pesada losa, impidiéndome respirar.

Y a las ocho, como cada tarde, alguien pone de nuevo esa canción.

¿Qué decía? Il nome mio nessun saprà!. Nadie sabrá mi nombre. ¡Pobre italiano! Mi nombre, en cambio, lo saben todos aquellos que hoy no pueden darme la mano. Todos los que luchan contra esta enfermedad que me acorrala. Lo sabe el médico que me mira cansado detrás de una mascarilla y la enfermera que viene a verme cada mañana. Y mi hijo, que hace tanto que no veo, porque le han prohibido entrar aquí. Pues claro que lo saben.

Disípate, oh noche. Así sigue la canción. Ocultaos, estrellas, porque al alba venceré. Vincerò!, termina. Y lo repite. Vincerò. Entonces se escucha un estruendoso aplauso y el italiano deja de cantar.

Pero los aplausos no se apagan: crecen, se propagan como un voraz fuego que no conoce la lluvia. Rebosan esta habitación, este hospital, y se escuchan fuera, en la calle, inundándolo todo. Hay gente asomada a sus ventanas y todos aplauden, todos cantan. Todos luchan. Por un momento la oscuridad que me envuelve parece un poco menos densa. Y de verdad se ocultan las estrellas, cobardes, como si tuvieran miedo de la luz que emana de las palmas de tanta gente que no sabe mi nombre y que aún así me acompaña.

Cuando por fin vuelve la noche, definitiva, ya no me oprime: me abraza. Alguien coge mi mano y susurra unas palabras. Y es en ese momento, el último de todos mis momentos, cuando comprendo que la canción habla de ellos. De ellos, que no duermen. De sus nombres, que nadie conoce. De los que cuidan, de los que se exponen, de los que no se rinden. De los que se niegan a dejarnos solos.

Y a ellos dedico mi última sonrisa, porque sé que el italiano tiene razón:

Vencerán.

Foto: Augusto Ferrer-Dalmau

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Cuestión de puntería.

Sabía yo que algo no encajaba, pero había terminado por creérmelo. No me digan que no es extraño que, siendo el Imperio español la mayor potencia mundial, allá por los años en los que no se ponía el sol por estos lares, cayera de repente en una espiral de crisis y pérdidas militares: se desmoronaron los tercios, se perdieron los territorios tan duramente conseguidos, murieron los soldados sin que nadie pudiera hacer nada por impedirlo. Terrible. Alguien dijo que quizá se debiera a que, de Felipe III en adelante, los monarcas españoles no valían ni para hacer trapos. Pero es falso.

Ha sido casual, créanme, pero he encontrado la verdadera razón: Salía yo de clase con prisa, como requieren las necesidades fisiológicas propias del momento. El caso es que llego al toilette y levanto la tapa con regocijo, sintiendo ya el alivio que produce el saberse en el lugar y momento adecuados. Es entonces cuando contemplo, dispersa por doquier, la amarilla y líquida prueba del paso de otros estudiantes por tal sitio en mi misma situación. Y fue en ese momento cuando caí en la cuenta, sorprendido por mi fortuito descubrimiento, de que los españoles no tenemos puntería.

Porque si no, no lo entiendo. La otra explicación, aunque me parece menos probable, es que lo hiciésemos aposta: que llegásemos al urinario y, una vez con el canario fuera de la jaula, flop, dejáramos fluir lo que fuera menester sin pararnos un momento a mirar siquiera si la tapa está levantada. Pero no. Eso sería una flagrante falta de educación y buenas maneras de la que no nos veo capaces. Creo.

Así que supongo que lo que en realidad ocurre es lo siguiente: Llega el sujeto, tenso, nervioso, impaciente. Mira al frente y distingue su objetivo: parece claro, pero es perro viejo y no se confía; disparos más fáciles ha visto y, aún así, inexplicablemente, los ha fallado. Quizá la culpa es del viento, o de lo difícil del momento. A lo mejor la vista le juega una mala pasada e impide la correcta percepción de los acontecimientos. Tratando de no distraerse, afianza los pies en el suelo, ligeramente separados. Apunta. A su alrededor se crea un silencio denso que parece ralentizar el momento, haciéndolo todo más claro. Más fácil. En ese momento es portador de la herencia de su estirpe, que tantos disparos debió fallar en Europa y en el mundo para llevarnos a todos a esta situación. Y el tiempo, justo antes del culmen del asunto, parece detenerse un instante.

El final, supongo, lo imaginan. Errado el disparo, el sujeto baja un poco la cabeza, algo azorado, y mira a su alrededor para comprobar si hay testigos de su mala fortuna. Entonces enfunda el arma y se bate en retirada, pues ya nada queda por hacer salvo tratar de salvaguardar la propia dignidad, que es lo único que le queda a un hombre cuando no ha sabido cumplir con su deber, pero hizo lo posible por intentarlo.

Y entonces llego yo, inocente y ajeno a todo lo que allí acaba de desarrollarse, y me encuentro el estropicio.

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Españoles, franceses y piratas.

Leo la noticia y me quedo pensativo. Esto me suena, me digo. Pero no caigo, así que la vuelvo a leer: Una fuerza franco-española combate la piratería en el Índico, frente a las costas de Somalia. Se han destinado navíos y helicópteros de ambas naciones, muy seguros de su superioridad bélica y táctica. En la foto aparece un helicóptero de esos con muchas ametralladoras, amenazador, despegando de la fragata española “Reina Sofía”. Va cargado con misiles Penguin y un cañón de 12,7 mm, aclara la noticia. No sé lo que son, pero suena a artillería de esa que hace ruido. Bang.
Y entonces ato cabos: Franceses, españoles y piratas. Siento un nudo en el estómago y me llevo las manos a la cabeza. Voto a Cristo. Dos siglos después, el fantasma de Trafalgar sigue atormentando la conciencia española, y la situación se repite. Franceses y españoles por un lado, piratas por el otro.
Para aquellos que necesitan que les refresque la memoria, la batalla de Trafalgar tuvo lugar el 21 de octubre de 1805 y enfrentó a la coalición franco-española, comandada por el vicealmirante Villeneuve, con la Royal Navy inglesa a las órdenes del almirante Nelson.

Las cosas sucedieron más o menos así: Villeneuve, respondiendo a intereses personales, saca la flota de Cádiz, gallardo, decidido a enviarles algo de metralla a los siervos de su Graciosa. Abre el catalejo y atisba el horizonte. Recristo, piensa. No son pocos y tienen el viento a favor. Así que el gabacho decide poner los pies en polvorosa, y si te he visto no me acuerdo. Mientras tanto, la escuadra inglesa practicó el tiro al blanco con los barcos españoles –entre los que se encontraba el “Trinidad”, buque insignia de nuestra flota- y franceses que se habían quedado atrás, en proporción de tres contra uno, dándonos bien por el ojete. Más adelante dedicaré otro capítulo a este episodio, que no deja de tener su miga.

El caso es que estoy inquieto. Nervioso. No es que no me fíe de nuestros aliados franceses, por Dios, no se piensen que les guardo rencor. Simplemente soy consciente de que, en lo que a cañonear piratas se refiere, no son camaradas a los que uno pueda confiarse ciegamente y sin reservas. Y no puedo dejar de imaginarme la escena: avanzan los helicópteros aliados hacia la costa, con mucho ruido de aspas y tripulados por intrépidos soldados. El piloto del “Panther” francés hace un gesto afirmativo con el pulgar, sonriente y confiado, a su igual del “Seahawk” español, que se llama Manolo. Éste, sin dejar de otear el horizonte y atento al radar, le responde con lo mismo y le comenta a su copiloto, Marcial, lo buena gente que son estos gabachos. Marcial se encoge de hombros y sigue a lo suyo.
Entonces aparecen, de repente, tres o cuatro esquifes despuntando amenazadores en el horizonte. A bordo de cada uno hay 10 o 15 somalíes armados con pistolas y subfusiles y parecen enfadados. Profieren guturales gritos de guerra y disparan al aire, agitando mucho los brazos por encima de la cabeza con gran alborozo.
Marcial quita el seguro de los misiles Penguin. Manolo hace ascender unos metros el aparato para ser un blanco más difícil.
-Target located. Roger, roger.

El “Seahawk” español describe un semicírculo aproximándose por la izquierda. Los franceses hacen lo propio por la derecha. O ese era el plan.
-¿Dónde carajo se han metido los gabachos? – pregunta Marcial, perplejo, mirando por la ventanilla de la cabina – ¿Ya los han derribado?
Miran el radar. Un puntito amarillo representa la aeronave aliada alejándose a más velocidad de la que parecía posible en un helicóptero. Bip-bip, hace. Entonces las balas somalíes empiezan a rebotar contra el blindaje, haciendo no poco ruido.
-¡Mayday, mayday!
Tres amenazadores esquifes, impulsados a remo, se sitúan a poca distancia del helicóptero, cañoneando sin piedad. Los franceses, ya en la base, se maravillan de la valentía de los españoles. “Deben estar dopados”, piensan. “Si no, no me lo explico”.

Los detalles del final de la historia son un poco vagos. Quizá los piratas rindieron al aguerrido helicóptero español, bebiendo cerveza y cantando el Dios Salve a la Reina para celebrarlo. A lo mejor su jefe, Nelson Ndoumbe, recibió un balazo y no vivió para contarlo, generando un aluvión de críticas en nuestro país hacia el cruel y retrógrada militarismo español. Pero lo cierto es que no puedo dejar de acordarme de las palabras de Pérez-Galdós, que tan bien reflejó la historia de la Marina española, cuando dijo aquello de “Después, la confusión fue tan grande que no pude distinguir lo que pertenecía a las voces humanas en tal descomunal concierto. Pero no sé cómo, sin salir de aquel estado de somnolencia, me hice cargo de que se creía todo perdido, y de que los oficiales se hallaban reunidos en la cámara para acordar la rendición; y también puedo asegurar que si no fue invento de mi fantasía, entonces trastornada, resonó en el combés una voz que decía: «¡El Trinidad no se rinde!». De fijo fue la voz de Marcial, si es que realmente dijo alguien tal cosa.”

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Sobre pianistos y rinocerontas.

Ya está. Me rindo. Juro que, en lo sucesivo, mi escritura será igualitaria, humanitaria y políticamente correcta. Reconozco lo que hay de machista y de fascista en utilizar ese abyecto género no marcado sin relación al sexo que es el genérico masculino, y entono el Mea Culpa. Cómo he podido estar tan ciego, rediós.

Y ya que me he vuelto un hombre de provecho y un ciudadano ejemplar, voy a apuntarme a esa moda tan actual de reivindicar igualdad a través de la lengua española, herramienta obsoleta y sexista, que tiene, además, cierto tufillo franquista.

Artisto. A partir de ahora propongo, ¡no!, exijo, que se utilice la palabra artisto para referirse a todos los artistas masculinos. Y así con tantos otros sustantivos de género común que tan mal suenan hoy en día. Si, por casualidad, me diera por tocar el piano, quiero que se me defina como un excelente pianisto; de la misma forma que yo me referiré a los rinocerontes hembras del Zoo como rinocerontas. Etcétera.

Sepan, amables y amablas lectores y lectoras, que tengo intención de pedir perdón por tantos años de uso discriminatorio y vil de mi lenguaje. Atrás quedan los tiempos en que aún creía que el castellano es un idioma que no posee género neutro más que para los demostrativos, los cuantificadores, el artículo “lo” y algunos pronombres personales. Ya no creo en los Heterónimos, ni en las palabras comunes en cuanto al género como “profesional”, “testigo”, “víctima” o “artista”. En cuanto a la ambigüedad gramatical de palabras como “mar”, o los epicenos como “lechuza” o “personaje”,  para qué voy a contarles. O se les busca una forma para referirse al sexo opuesto que quede chachi, o yo me paso al inglés. Me niego a seguir usando esta parla infame.

Supongo que quedarán satisfechos y satisfechas todos y todas aquellos y aquellas hombres y mujeres, asiduos y asiduas lectores y lectoras de mis continuas faltas de respeto. Pensarán que bromeo, que sólo quiero burlarme, y encuentran en este escrito un tono irónico. Pero yerran. A fe que me siento un hombre reformado, y que he visto la luz de la verdad. Esto no es más que una carta de humilde agradecimiento, arrepentido como estoy, para todas esas personas y personos que han obrado el milagro.

De ahora en adelante dirigiré mis esfuerzos y mi tesón a que todas esas palabras que ya he expuesto, así como tantas otras, sean reconocidas en la próxima gramática de la RAE, y usadas con normalidad por el grueso de la sociedad. Desde este mismo momento soy parte activa de esta generosa lucha que cuenta con tantos y tantas miembros y miembras que lidian desinteresadamente por nuestros derechos, a pesar de tanto facha y tanto reaccionario, y reaccionaria. Y además reclamo, en mi derecho como estoy, que no se me tome por un insigne gilipollas. He dicho.

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Sobre epístolas y gilipollas.

Pues verán. Estaba yo desayunando cuando ha llegado a mis manos un tesoro en forma de carta, un simple pliego de papel de apariencia inocente y casi inofensiva. Se trata de la carta manuscrita por una profesora de primaria de un colegio público de la Sierra de Madrid en la cual la buena docente, en compromiso con su sagrada labor de maestra, tranquiliza a una madre preocupada por el correcto desarrollo educativo de su hijo.

Dicha madre, lejos de tranquilizarse, hízome llegar la epístola para deleite de mis ojos pecadores, poco acostumbrados a la lectura de tal género literario (miren, aquí si está bien utilizada la palabra género) y, como saben, irremediablemente alérgicos a las gilipolleces. Pero basta de rodeos.

“Buenos dias”, comienza la carta. “Buenos días”, respondí yo.

“Ayer no me dió tiempo a hablar con usted” continúa. Decido omitir la divertida conjugación del verbo “dar”. Un acentillo de nada.

“Pero no se preocupe –mi nivel de preocupación se relaja un tanto – que esta tarde voy ha solucionar el asunto y ha que me expliquen…”

Me atraganto con los cereales y escupo, sin querer, unas gotitas sobre la carta. Me apresuro a secarla con la manga del pijama para evitar males mayores.

“…cual es el problema, para que no ocurra mas. Por que lo importante es que los niños vengan contentos, ya que estan en la edad mas bonita que existe. Muchisimas gracias por su atencion, y cuando haya tenido esa charla….

Observo, sorprendido, que todas las gotitas de leche deben de haber ido a parar justo donde debían estar los acentos, borrándolos cruelmente; y, de forma misteriosa, parecen haber dividido la palabra Porque. Decido dejar la lactosa y me planteo seriamente el veganismo: si la leche es capaz de hacer algo tan terrible es mejor renunciar a ella para siempre. Pero resuelvo dejar este asunto para más tarde y continúo con la lectura, llevándome una generosa cucharada de Corn-Flakes a la boca.

“…le enviaré otra carta –me alegro de ver un acento incólume, sin lesión ni menoscabo – haber a que conclusiones hemos llegado.”

Escupo los Corn-Flakes sobre la carta, desorbitados los ojos, contraído el semblante en un ademán de carcajada irónica. Afortunadamente borran todo rastro del verbo haber que tan atrozmente ha acabado con mi desayuno.

Aún algo agitado, releo la carta varias veces: primero con sorpresa, después con morbosa diversión y, por último, con tristeza. Porque, al fin y al cabo, éstos son los profesores que educan a los chavales de España. Me consuela el pensamiento, la certeza más bien, de que existen profesionales absolutamente competentes, cultos y preparados para la labor que desempeñan, la más importante de todas cuantas pueda haber en cualquier sociedad del mundo. Pero la prueba de que estamos haciendo algo mal está ahí, al alcance de mi mano, sucia por los restos de mi desayuno. Esas pulcras letras negras –la caligrafía no es mala – parecen reírse de mí en cada acento olvidado, en cada verbo mal utilizado, en cada hache erróneamente colocada. Y qué quieren que les diga. Si un país puede permitir tales cosas como que sus funcionarios públicos  no sean capaces de escribir sin cometer faltas de ortografía; si el nivel de criba de los maestros es casi tercermundista (miren, si no, a Finlandia, donde Magisterio es una carrera aún más difícil que Medicina) y nadie parece querer hacer nada para cambiarlo; si nos manifestamos para que se invierta más dinero en la educación pública y no para que se cambie la educación de los que educan, yo no tengo nada más que decir. Que se pare este mundo lleno de políticos incultos y corruptos, de analfabetos y analfabetas (¿o debería decir, más bien, analfabetxs?) cuya ignara opinión crea moda y tendenci@.

Eso, que se pare, que yo me bajo.

No pienso participar en este circo.

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Castillos de arena.

-No te vayas. No me dejes.

En su voz había un deje de súplica desesperada, de fatalismo resignado. Cerraba los ojos con fuerza para evitar que las lágrimas la delatasen, sin éxito. La cara vuelta al suelo quería esconderse de su mirada, de esa mirada que siempre había estado allí.

-Tengo que irme – dijo solamente.

Y así, sin más, se fue.

Como sus ojos estuvieron cerrados, no pudo ver la expresión en la cara de Paolo. No pudo ver cómo una lágrima silenciosa, la única y última que jamás hubiera derramado, descendía por su mejilla, caminando lentamente por esa piel que Vittoria conocía tan bien, llegando a la barba que le daba ese aspecto de ser mayor de lo que era. Era una fría madrugada del año 1943, y Paolo partía a Montello, en las alturas de Treviso, para hacer la guerra a Hitler y Mussolini. El norte de Italia, le había dicho, resistiría. Y él volvería con ella, orgulloso por haber cumplido con su deber.

Pero nunca volvió.

Vittoria contaba entonces 16 años recién cumplidos. Era una joven italiana de la región del Véneto, donde había nacido y crecido. En los recuerdos que pueda tener una chica de tan corta edad sólo había espacio para dos cosas: las montañas y Paolo. Las montañas habían estado allí siempre, incluso cuando su padre se fue, aunque eso ella no lo recordaba. También estaban cuando su madre murió, siendo ella muy joven, y sus vecinos la acogieron. Fue entonces cuando conoció a Paolo, el hijo de su nueva familia, el chico callado de mirada viva. Aunque poco propenso a las palabras al principio, él la observaba siempre: cuando sacaban a las ovejas a pastar cada mañana y las recogían al atardecer apenas habían intercambiado unas cuantas palabras, casi todas referentes a la lana, el frío y los pastos. Pero, cuando creía que Vittoria no podía verlo, él la miraba. Se pasaba horas mirándola, sentado y sin hablar.

–         ¿Qué miras? – Preguntó un día, traviesa.

–         -Nada.

–         Me estás mirando. Me miras todo el rato. ¿Por qué?

Paolo apartó la mirada, fingiendo que vigilaba las ovejas. Una media sonrisa, un punto tímida, asomó a sus labios y la sangre acudió a su cara.

–         Yo… lo siento.

–         ¿Eso es todo? – inquirió con insatisfecha curiosidad.

Paolo la miró, desafiante:

–         Sí.

Durante toda su vida, Vittoria sonrió al recordarle ahí, avergonzado y aún así altivo, como era él. Con el tiempo las palabras fluyeron con más facilidad, y surgieron las bromas, las risas y los susurros. Las miradas nunca se fueron, y no necesitó volver a preguntarse por qué. Una tarde, cuando contemplaban el sol morir detrás de las montañas, entre destellos anaranjados y nubes rasgadas que sangraban el color de los atardeceres, ella le cogió la mano. Y sólo el árbol en cuyas raíces descansaban y un puñado de indiferentes ovejas fueron testigos de su primer beso.

 

–         ¿Lo ve, doctor? Mira sin ver, como soñando. Ya ni siquiera me reconoce.

Un hombre con bata blanca examinaba unos informes con aspecto preocupado. Se encontraba sentada en una silla, al otro lado de un escritorio de madera oscura. A su izquierda, la mujer que había hablado los miraba alternativamente, al doctor y a ella, como esperando encontrar respuestas en el rostro de alguno de los dos.

–         Mamá – dijo, mirándola -, mamá, ¿me reconoces?

Vittoria la miró sin comprender. ¿Aquella mujer la había llamado “mamá”?. Miró a su alrededor. ¿Dónde estaba? Los diplomas a espaldas del hombre de la bata sugerían un hospital. Eran tantos que aquel médico debía ser un personaje importante. ¿Pero por qué…?

-Yo… yo no soy tu madre – balbució, confundida.

La voz que salió de su boca era la de una anciana, no la suya. Miró sus manos, aterrada, y lo que vio fue la piel de la anciana que había hablado. De pronto sintió vértigo, un vértigo terrible, y su estómago se contrajo como cuando estamos justo al borde de un acantilado, asomados al abismo, sin nada que nos sostenga salvo nuestros propios pies y nuestras ganas de vivir.

Entonces, de repente, todo encajó. Algo estalló en su cabeza y un torrente de recuerdos la golpeó con la fuerza de un ciclón. Era su vida. Miles de amaneceres, risas, lágrimas, cantos, hombres, mujeres, mares, lechos y gemidos, gritos y atardeceres, danzaron en torno a ella. Pero Paolo no apareció por ninguna parte. No era, sencillamente, parte de su vida. Porque no había vuelto; porque había muerto. Porque aquel árbol a cuyo resguardo compartieron tantos besos no volvió a verlos juntos nunca más.

A su lado, su hija la miraba con preocupación Ella le devolvió la mirada, llena de ternura y de dolor.

-¿Lo voy a olvidar todo, verdad? – preguntó, con la tranquilidad que otorga la aceptación de un triste pero inminente final – A ti. A Paolo. Y a las montañas también, ¿no es cierto?

Su hija se levantó y la abrazó con fuerza, como si así pudiera retener a la madre que el Alzheimer le estaba robando.

Entonces todo comenzó a desvanecerse a su alrededor, como un castillo de arena seca que el viento convierte en polvo. El tiempo pareció detenerse, y su hija se escapó de entre sus brazos, hundiéndose en la más absoluta oscuridad. Desapareciendo junto a miles de amaneceres, risas, lágrimas, cantos, hombres, mujeres, mares, lechos y gemidos, gritos y atardeceres. Desapareciendo junto al resto de su vida.

Casi sumido en la penumbra, Paolo la observaba con esa mirada que tanto amó. Que tanto amaba. Estaba de pie, a su lado, y no hablaba. Entonces levantó una mano hacia ella mientras, poco a poco, desaparecía entre las sombras. En sus ojos aún veía aquel brillo, aquella chispa de vida que nunca debió extinguirse.

Vittoria lloró.

–         No te vayas. No me dejes.

Sintió cómo le cogía la mano, tal y como hizo ella una vez, hace tanto tiempo. Esta vez no cerró los ojos.

–         Tengo que irme – dijo con voz suave.

Y así, sin más, se fue.

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Romanticismo inaceptable.

Teniendo en cuenta cómo está el patio, me sorprende que hayan tardado tanto. La sociedad buen rollista de género en la que vivimos, esa que han acaudillado y acaudillan feminatas pseudoprogres que tanto daño están haciendo al Feminismo de verdad, sigue dándome sabrosas gilipolleces en las que uno no puede menos que hincar el diente con ese placer morboso que da el saber que se está metiendo el dedo en la llaga.

El famoso beso en Times Square entre un marinero y una enfermera, inmortalizado por Alfred Eisenstaedt en 1945, esconde un flagrante acto de violencia machista y de agresión sexual. Y el que diga lo contrario peca de reaccionario y de fascista, ya que las pruebas no pueden ser más claras: Greta Friedman, la presunta enfermera, ha declarado que no conocía de nada al joven y que “simplemente, la agarró”. Inaceptable.

El artículo denunciante, en francés, indica también que “el beso no fue apasionado ni tuvo nada de romanticismo. De haber ocurrido hoy, esa foto no se habría convertido en uno de los iconos más famosos de la historia”

Ahora comprenden mi entusiasmo, supongo, cuando hablaba de gilipolleces frescas. Y como saben que me gusta imaginar, hagan un esfuerzo e imaginen conmigo cómo debía haber sido la Guerra y su posterior celebración para todos los públicos: Para empezar, paz y buen rollito. Militarismo no, abrazos sí. Y a Hitler un abrazo aún más grande, así como del calibre .50, porque los psicopedagogos consideran que sufría un trauma infantil. Pero nada de besos, claro. Los soldados (hoy comúnmente denominados asesinos de niños), en caso de haber sido enviados a luchar (hoy, a asesinar) con los alemanes, deberían llevar florecitas en el casco, a lo Stanley Kubrik, que además también servían de camuflaje y quedaban muy cucas. Me pondría a hablar de las pistolas de agua, la munición de gominola y las granadas de chocolate, pero me lo voy a reservar para otro artículo. Una vez acabada la Guerra, los únicos heridos habrían sido la dignidad, el sentido común y un soldado que se pilló los atributos con la cremallera de la bragueta de forma accidental.

En cuanto al apasionado marinero, ya se imaginan. Denuncia, orden de alejamiento e indemnización por daños y perjuicios. Ya verán qué rapidito se le pasaban al amigo las ganas de ir besando al personal. Pues no faltaba más. La foto habría sido archivada como prueba irrefutable, y a Eisenstaedt, el fotógrafo que estuvo en el lugar inadecuado en el momento inadecuado, le habría caído un puro por omisión de socorro. Las diferentes Bibianas y Leires que campan a sus anchas por este mundo dejando su característico rastro de baba rosa aparecerían en el periódico del día siguiente con gesto severo, duro el semblante. Dejando claro quién manda y de paso trincando subvenciones, chupando más del bote que Rómulo y Remo de la loba capitolina. Fin.

Pues eso. Coincidirán conmigo en que esta historia es más educativa y contiene más valores que lo que sucedió en realidad. De haber existido tanto soplapollas hace setenta años, las cosas serían hoy muy diferentes, y no habría guerras ni hambre en el mundo, las personan se respetarían unas a otras y las leyes estarían para cumplirlas. Lo único que nos faltaría, en realidad, serían los besos.

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Welcome on board.

La azafata me sonrió, cortés. En los rasgos de su cara había aún algo de su antigua belleza, testigos mudos de lozanía que, sin quererlo, hablaban. Debió ser muy guapa, pensé. Rubia, pelo recogido, labios finos curvados en esa eterna sonrisa mercenaria que está incluida en el contrato; esa sonrisa que tantas mujeres esgrimen, peligrosa como una daga, que siempre nos hace creer que somos alguien. Y nunca aprendo.

Mi asiento era el 29-C. A mi lado un matrimonio asiático ojeaba una guía de viajes en cuya portada, bajo la palabra “África” escrita en letras azules, varias fotografías pretendían recoger la esencia del antedicho continente: un elefante en la sabana, un masai con túnica roja y la cara pintada, niños sonrientes cuyos ojos destacaban con el tono de su piel. Un fantástico atardecer que iluminaba, con esa luz característica del crepúsculo que todo lo convierte en sombra, la silueta de dos personas cogidas de la mano observando un paisaje vasto, inconmensurable, que se extendía ante ellos con la promesa de misterios y aventuras.

Detrás de mí, un hombre lloraba.

–          Tranquilo –decía una voz – En cuanto despeguemos te quitamos “eso”, no te preocupes. Quiero que entiendas que sólo hacemos nuestro trabajo.

–          Lo entiendo.

La curiosidad me hizo darme la vuelta. “Eso” eran unas brillantes esposas que mantenían unidas las muñecas de un hombre negro, joven, que miraba por la ventanilla con aire abatido. La cara, donde las lágrimas habían dejado húmedos surcos, era la de un hombre que lo ha perdido todo. A su lado dos policías lo miraban con cierto aire de compasión.

–          ¿Quieres un zumo?

–          Sí.

Hoy recuerdo aquella escena. Tuvo lugar el día que me monté en un avión con dirección a Kenia, hace apenas unas semanas. El piloto nos deseó a todos los buenos días en inglés y suajili, y las azafatas sirvieron zumo a todos los pasajeros. También me acuerdo de la sensación de opresión en el pecho, mezcla de nerviosismo y emoción ante lo desconocido. El libreto turístico de los chinos dejaba el listón muy alto, y mi impaciencia aumentaba.

Por encima del hombro, con disimulo, observé al hombre que lloraba durante todo el viaje. No dejó de mirar ni un momento por la ventanilla, ni siquiera cuando aterrizamos. Aunque justo antes de que el avión tocara suelo africano cerró los ojos con fuerza, como si temiera fatales consecuencias en ese contacto. No lo comprendí entonces. ¿Por qué lloraba?

Las fotografías que antes he mencionado no mienten: aquí hay elefantes y leones. La luz del crepúsculo en aquel magnífico paisaje no me dejó apreciar que aquellas dos personas felices que se daban la mano eran de piel blanca. Los niños cuyos ojos parecen de marfil tienen amebas y malaria. Comen y beben basura infectada, eso les llena el estómago. Y yo les doy lápices y caramelos en un patético intento de ocultar, al menos a sus ojos, que están rodeados de mierda. A un vecino lo asesinaron con un machete. Guau.

Entonces recuerdo con rabia aquel avión, las bromas del piloto, las guapas azafatas. ¿Por qué sonreían? Ahora, sin embargo, comprendo por qué el hombre esposado no les dirigió la mirada ni siquiera para tomar ese estúpido zumo. Por qué cerró los ojos al aterrizar como si nos fuéramos a estrellar. Ahora comprendo por qué lloraba.

Los chinos se levantaron los primeros y yo les dejé pasar. Aún tenían abierta esa guía y hablaban precipitadamente en su idioma.

– Hemos llegado  – dijo uno de los policías.

– Hemos llegado – repitió el hombre negro.

El avión comenzaba a quedarse vacío. Las azafatas, sin perder su sonrisa, recogían las bandejas de comida de los pasajeros. No hubo más comentarios por parte del piloto.
En las bolsas para vómito, en estilizadas letras negras, ponía “Welcome on board”.

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Oh capitán, mi capitán.

La nieve caía a plomo en aquella ciudad nórdica. El frío, intenso, atravesaba la ropa y se pegaba a la piel en un helado abrazo que el viento procuraba estrechar insistente, continuo. Casi insidioso.

Me encontraba en una pasarela justo debajo del puente de mando de un enorme crucero de pasajeros, atento a las maniobras de desatraque. A uno le interesa el mar y todo lo que a él concierne, y aún a bordo de un sórdido hotel flotante impulsado por potentes motores y con la consecuente falta de aparejo náutico -esto es, arboladura, jarcia, velas, herrajes, caballería – el mero hecho de flotar en agua salada es suficiente para producirme un hormigueo de emoción, como un niño en Navidad ante un abeto bien surtido.

El enorme buque tomó arrancada y continuó en avance poca, esquivando las traicioneras rocas del puerto de Helsinki a través de una derrota bien marcada por boyas de colores, hasta salir a mar abierto. Nos recibieron unas aguas tranquilas en las que la nieve se posaba casi con delicadeza, de forma que la estabilidad y solidez del barco permitían que los pocos cientos de pasajeros -no era una ruta muy concurrida en aquella época del año- disfrutaran unas plantas más abajo de una partida de billar, una tarde en el “spa” o de un cóctel tropical con sombrilla y rodaja de lima. Fue entonces cuando lo vi. Era un hombre joven, de unos treinta años, barba clara y labios finos, muy nórdico. Vestía una gruesa trenca larga y guantes de cuero que apoyaba en la barandilla mojada, mientras miraba fijo el horizonte. Estuvo allí, a apenas unos metros de donde yo me encontraba, observando el mar y la nieve, inmóvil, inescrutable el rostro, firme el semblante a pesar del frío -yo me encogía de hombros, con las manos bien hondo en los bolsillos, maldiciendo por lo bajo el clima Báltico- hasta que la oscuridad cubrió nuestro alrededor y sólo dejó perceptibles el ruido de los motores y del agua bajo el casco. Para entonces ya hacía rato que yo había buscado refugio en el interior y, tras haberlo observado un momento a través de una ventana, fascinado por su inmovilidad, me perdí en las entrañas de aquella mole flotante.

No fue, sin embargo, la última vez que lo vi. Aquella noche apareció en el salón principal, poco después de la hora de la cena. Había cambiado la trenca por una chaqueta de gala de la que colgaban sendos galones, y se tocaba con una gorra marinera con un ancla bordada en hilo dorado. Era el capitán. Miraba a su alrededor algo cohibido, respondiendo educadamente cuando alguien le interpelaba, sosteniendo una sonrisa cordial, un punto tímida, como de alguien que no se encuentra cómodo en tales situaciones. Y entonces comprendí lo que su rostro ocultaba cuando estaba en cubierta contemplando el mar: los tiempos, la situación y la perra vida le habían convertido en el capitán de un barco con camareros en vez de marineros, surcando unas aguas en las que tantos marinos valientes se habían dejado la piel y la vida. Estuve seguro de que, estando allí fuera soportando el frío y la nieve, imaginaba que a sus espaldas, en vez de una enorme chimenea con el símbolo de la compañía, había tres recios mástiles de madera de los que pendían sendas velas, con todo el trapo arriba, henchidas por el viento que empujaba el buque hacia su destino, fuera éste un puerto seguro o el fondo del mar, y que a sus ordenes no había más que gente del oficio de cuya templanza dependía que esto último fuera más difícil de lograr para el siempre cruel y traicionero piélago.

Esto es, en realidad, lo que me hubiese gustado contarles. Marineros nostálgicos de una decencia perdida, capitanes que perfectamente encajarían en una novela de Joseph Conrad o de Stevenson, valientes profesionales sensibles con la historia y con la vida. Pero no. He vuelto a dejar que mi imaginación cree el mundo en el que me gustaría vivir. Disculpen el desliz.

Me encontraba yo en aquella pasarela, decía. La nieve caía, y el frío no era menos villano que el que ya les he descrito. A mi lado no apareció, sin embargo, un joven de barba corta y buena planta, con la biografía escrita en su rostro inescrutable, sólo visible para los que saben mirar bien. En su lugar apareció un tipo rechoncho, sucio, que salía del puente a echar un cigarro. Me miró burlón, como si le hiciera gracia que yo estuviese allí fuera con la que estaba cayendo. Terminado el pitillo -arrojó la colilla al mar sin pudor alguno, el rufián- soltó un palabro en sueco, o finés, o váyanse ustedes a saber que parla gastaba el tipo, y volvió a meterse en el puente donde le vi despatarrarse en su correspondiente sillón y desplegar una revista en la que se veían, retratadas en impúdicas poses, mujeres con menos ropa que vergüenza.

Ya ven. Uno se imagina a bordo del Narcissus, con libros y aventuras en la cabeza, idealizando la imponente figura del Capitán, y se encuentra de golpe a bordo de un prostíbulo flotante de 12 plantas cuyo cometido es transportar hordas de turistas, convenientemente alcoholizados a base de cócteles cubanos y música salsera que la compañía que fleta dicho barco, por así llamarlo, creyó conveniente ofrecer a sus pasajeros. Así que allí estábamos todos, en alegre compañía, disfrutando de ron con piña y exóticas bailarinas traídas de La Habana, sorbiendo de nuestras pajitas y nublando el juicio y el sentido mientras surcábamos, ciegos, el jodido mar Báltico. Y créanme. Hubiese sido divertido que un travieso iceberg nos abriese una vía de agua por debajo de la línea de flotación, a lo Titanic, o que saltase una chispa en uno de los tanques de combustible, como la que se se llevó a mi abuelo y a su barco hace ya tiempo.
Entonces sí que íbamos a reírnos todos mucho, se lo aseguro. Mucho.

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Sobre civilizaciones hundidas.

No sé cómo no se me había ocurrido antes. Es algo tan obvio, tan claro, que me sorprende que hayan tenido que ser los gringos quienes me abran los ojos. Caray.
Y ahora me froto los parpados con una mezcla de incredulidad y perversa diversión, preguntándome, ahora que lo sé, cómo lo había pasado por alto.

Resulta que, no hace mucho, una prestigiosa revista norteamericana anunciaba un descubrimiento de suma importancia para el mundo científico: tras arduas investigaciones, concluían que la mítica ciudad de la Atlántida podría estar en España. Sí señores. La misma ciudad descrita por Platón en sus diálogos, y la que buscaron tantos soñadores a lo largo de los siglos. Ciudad gloriosa, destino de viajeros que, asombrados, dieron lugar a la leyenda. Centro de cultura y circulación de ideas. Un lugar que dejó al mundo perplejo con sus edificios, con su sistema político. La repera.
Los estudiosos locales aplauden la teoría. Encaja, dicen. Geomorfología y rutas comerciales. Algún que otro vestigio arqueológico. Y se maravillan al comprobar que la palabra árabe Al-Ándalus proviene de Antalos, es decir, Atlántida.

Chorradas. No hace falta darle tantas vueltas para comprobar que de verdad la mítica Polis tuvo que estar, por fuerza, en territorio patrio. Háganse cargo ustedes y, si les ha picado la curiosidad, reflexionen conmigo. Piénsenlo bien: ¿Acaso no vivimos ustedes y yo en un país que no deja de asombrar al mundo entero? Triplicamos la tasa de paro de cualquier otro país Europeo, y la credibilidad de nuestra economía es similar a la que tenía nuestro presidente cuando decía que aquí no hay crisis. Y sonreía, el imbécil. También somos el país que dio a luz a la LOGSE de Maravall y Solana, y apenas han hecho falta unos pocos años para que, lógicamente, las encuestas demuestren que somos más tontos que una mierda. Es aquí donde nos inventamos de la noche a la mañana un género neutro en la lengua, y lo aplaudimos. Es aquí donde lapidamos palabras, historias y personajes por tener tufillo franquista. Es aquí donde nos quejamos cuando alguien sugiere que, para salir de la crisis, hay que trabajar. Ya ven.
No nos olvidemos de la política. Es innegable que la nuestra, como en la Atlántida, también es innovadora. ¿Que no? Hemos tenido y tenemos individuos formando parte del gobierno que ni siquiera han acabado el bachillerato. Díganme si eso no es la hostia de innovador.
¡Y los edificios! Desde luego, no nos quedamos atrás. Imaginen la impresión de un marinero antiguo, de pie en la cubierta, la mano crispada en torno a la jarcia, con el agua del Mediterráneo salpicándole la cara, cuando viera aparecer, allá en el horizonte, una magnífica ciudad de altos edificios que parece dar la bienvenida a los viajeros cansados. Imagino que sería la misma impresión de cualquier turista a bordo de uno de esos cruceros que están ahora de moda cuando, después de echar por la borda hasta la primera papilla, se limpia la comisura de la boca con el dorso de la mano y ve, en el horizonte, el mar de ladrillo y hormigón en que convirtió el litoral nuestro amigo José María.

Así que ya pueden dejar de buscar: no cabe duda de que Atlantis estuvo aquí, en España. Y qué quieren que les diga. No me extraña que se hundiera.

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