Sobre los héroes.

La lluvia caía aquella tarde sobre unas calles tan desiertas como lo estaba mi imaginación de buenas ideas. Ni un alma. Ni rastro. Además, no era fácil el tema: sobre los héroes de la pandemia. Hay que estar a la altura y últimamente ha cambiado el rasero. Es un epíteto complicado, variante, amplio. Y seguro que ya han escrito sobre médicos, enfermeros, celadores, cajeros, repartidores, policías, militares. Todos héroes, claro. Pero hay que ser original, caray. Seguro que alguien se me escapaba. Algún héroe anónimo. Alguien de quien no se hable en las redes sociales o a quien no aplaudamos a las ocho cada tarde. Piensa hombre, piensa.

Así estuve un buen rato, estrujándome los sesos en mi habitación. Buscando al samaritano olvidado. En las noticias, en el periódico, en todas partes. Un tipo le hacía la compra a sus vecinos. Otro estaba recaudando dinero para la Cruz Roja vendiendo camisetas. Un tercero, que tenía una impresora 3D –una pasada, por cierto –, se había puesto a imprimir máscaras de protección para el personal sanitario. Imprimiendo máscaras, macho. En fin, que está España llena de héroes y yo vacío de buenas historias.

De tanto pensar me había entrado hambre. Miré el reloj: las tres y media. Con esta cuarentena llevo unos horarios algo extraños, lo reconozco, y eso me había costado ya varias broncas de mi madre. Puse rumbo a la cocina.

— Vaya horas. ¿Te acabas de levantar? – Ahí estaba ella, con el pelo recogido en un moño y las manos enfundadas en sendos guantes de fregar, frotando una sartén con restos de vete a saber qué.

— No, no – me defendí – Estaba escribiendo una cosa. Un artículo para un concurso. Sobre héroes.

— ¿Sobre héroes?

— Sobre héroes – confirmé. No sabía por qué me preguntaba, si goza de un oído estupendo. Supuse que le apetecía charlar un rato. A lo mejor me libraba de la bronca por estar todavía en pijama – Creo que voy a escribir sobre uno de esos médicos que se están dejando la vida en las urgencias. Ahí, al pie del cañón, sin EPIs ni nada. O sobre un chaval que imprime máscaras.

La verdad es que ninguno de los dos cumplía mis altos estándares de originalidad, pero quería dar la impresión de que tenía el asunto a medio escribir. Abrí una de las ollas en las que mi madre había preparado la comida. Tuve suerte: espaguetis.

— ¿Hay tomate?

Mi madre seguía ahí, friega que te friega, dejando la sartén como una patena. Pensé que, en realidad, no sabía lo que era una patena. Debía de ser algo limpísimo.

— ¿Un chaval que imprime máscaras? ¿Cómo, de papel? – A veces ignoraba mis preguntas cuando consideraba que eran demasiado obvias. Pues claro que hay tomate, venía a decir. Miré en la despensa.

—No, no. De plástico. Con una impresora tresdé. Las saca como churros.

Se encogió de hombros. “Qué cosas”, dijo. Se había desenfundado los guantes de fregar y me miró mientras yo inundaba mis espaguetis con tomate frito.

— Pues cuando acabes podrías echarme una mano con la plancha, que sois cuatro hermanos y con todos en casa yo ya no doy abasto con tanto calzoncillo y tanto calcetín.

Asentí con la cabeza sin mucho entusiasmo. Me llevé una buena ración de pasta a la boca para no tener que sellar verbalmente mi promesa. La verdad es que doblar calcetines era lo último que me apetecía hacer esa tarde. Tenía que encontrar a mi héroe en la sombra y lo del chaval de las máscaras no me convencía en absoluto. Pero, bien mirado, ya me iba tocando arrimar un poco el hombro. Desde que había vuelto a casa a pasar la cuarentena con mi madre y mis hermanos había hecho poca cosa. Me resigné.

El caso es que poco después ahí estaba yo, doblando gayumbos mientras pensaba en toda esa gente ahí fuera, dejándose la vida por nosotros. Me sentí un poco sacrílego, la verdad.  Después de la plancha, como no tenía nada que hacer, ayudé a mi madre a pasar la aspiradora. Me sorprendió la de pelos que echa el gato: si uno se fija bien los encuentra donde sea. Yo no entiendo cómo no se queda calvo el pobre animal. En fin.

Luego fregué el baño y lo dejé como una de esas famosas patenas. Que, por cierto, son como unos platitos que se usan en misa para dar de comulgar. Lo había mirado en el móvil después de dejar el retrete como un espejo. Volví a sentirme un poco sacrílego.

Cuando por fin acabamos me volví a mi habitación. Hay que ver lo que cuesta mantener la casa en condiciones. Y más con cuatro chavales aquí metidos, que a veces ni aciertan al mear. Me dejé caer pesadamente sobre la silla, resignado a escribir sobre el tipo de las máscaras y las impresoras. Al fin y al cabo, el hombre estaba haciendo una gran labor. Y gratis. Igual que mi madre cada día, la verdad.

Y se me encendió una lucecita. Click. Ahí estaba mi inspiración, mi samaritano, mi heroína. Justo ahí, sí, con su pelo recogido, sus ojeras y sus guantes de fregar. Y yo sin darme cuenta. Vale que no esté en quirófano salvando vidas, ni sea una de esas cajeras de supermercado que están en primera línea contra el virus. Pero a mí no me ha faltado el tomate de los espaguetis ni una sola vez, y eso que estamos en cuarentena. Y llevo ropa limpia. Y como caliente.

Seguro que España está llena de gente así, pensé. Que a pesar de cualquier virus se preocupan por que no falte de nada. Que cuidan, que se desvelan, que minimizan el trauma. Que consiguen que en sus casas reine la normalidad, aunque el mundo afuera sea un disparate.

Sí. Seguro que España está llena de madres.

Foto: Augusto Ferrer-Dalmau.

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