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Sobre epístolas y gilipollas.

Pues verán. Estaba yo desayunando cuando ha llegado a mis manos un tesoro en forma de carta, un simple pliego de papel de apariencia inocente y casi inofensiva. Se trata de la carta manuscrita por una profesora de primaria de un colegio público de la Sierra de Madrid en la cual la buena docente, en compromiso con su sagrada labor de maestra, tranquiliza a una madre preocupada por el correcto desarrollo educativo de su hijo.

Dicha madre, lejos de tranquilizarse, hízome llegar la epístola para deleite de mis ojos pecadores, poco acostumbrados a la lectura de tal género literario (miren, aquí si está bien utilizada la palabra género) y, como saben, irremediablemente alérgicos a las gilipolleces. Pero basta de rodeos.

“Buenos dias”, comienza la carta. “Buenos días”, respondí yo.

“Ayer no me dió tiempo a hablar con usted” continúa. Decido omitir la divertida conjugación del verbo “dar”. Un acentillo de nada.

“Pero no se preocupe –mi nivel de preocupación se relaja un tanto – que esta tarde voy ha solucionar el asunto y ha que me expliquen…”

Me atraganto con los cereales y escupo, sin querer, unas gotitas sobre la carta. Me apresuro a secarla con la manga del pijama para evitar males mayores.

“…cual es el problema, para que no ocurra mas. Por que lo importante es que los niños vengan contentos, ya que estan en la edad mas bonita que existe. Muchisimas gracias por su atencion, y cuando haya tenido esa charla….

Observo, sorprendido, que todas las gotitas de leche deben de haber ido a parar justo donde debían estar los acentos, borrándolos cruelmente; y, de forma misteriosa, parecen haber dividido la palabra Porque. Decido dejar la lactosa y me planteo seriamente el veganismo: si la leche es capaz de hacer algo tan terrible es mejor renunciar a ella para siempre. Pero resuelvo dejar este asunto para más tarde y continúo con la lectura, llevándome una generosa cucharada de Corn-Flakes a la boca.

“…le enviaré otra carta –me alegro de ver un acento incólume, sin lesión ni menoscabo – haber a que conclusiones hemos llegado.”

Escupo los Corn-Flakes sobre la carta, desorbitados los ojos, contraído el semblante en un ademán de carcajada irónica. Afortunadamente borran todo rastro del verbo haber que tan atrozmente ha acabado con mi desayuno.

Aún algo agitado, releo la carta varias veces: primero con sorpresa, después con morbosa diversión y, por último, con tristeza. Porque, al fin y al cabo, éstos son los profesores que educan a los chavales de España. Me consuela el pensamiento, la certeza más bien, de que existen profesionales absolutamente competentes, cultos y preparados para la labor que desempeñan, la más importante de todas cuantas pueda haber en cualquier sociedad del mundo. Pero la prueba de que estamos haciendo algo mal está ahí, al alcance de mi mano, sucia por los restos de mi desayuno. Esas pulcras letras negras –la caligrafía no es mala – parecen reírse de mí en cada acento olvidado, en cada verbo mal utilizado, en cada hache erróneamente colocada. Y qué quieren que les diga. Si un país puede permitir tales cosas como que sus funcionarios públicos  no sean capaces de escribir sin cometer faltas de ortografía; si el nivel de criba de los maestros es casi tercermundista (miren, si no, a Finlandia, donde Magisterio es una carrera aún más difícil que Medicina) y nadie parece querer hacer nada para cambiarlo; si nos manifestamos para que se invierta más dinero en la educación pública y no para que se cambie la educación de los que educan, yo no tengo nada más que decir. Que se pare este mundo lleno de políticos incultos y corruptos, de analfabetos y analfabetas (¿o debería decir, más bien, analfabetxs?) cuya ignara opinión crea moda y tendenci@.

Eso, que se pare, que yo me bajo.

No pienso participar en este circo.

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