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Cuestión de puntería.

Sabía yo que algo no encajaba, pero había terminado por creérmelo. No me digan que no es extraño que, siendo el Imperio español la mayor potencia mundial, allá por los años en los que no se ponía el sol por estos lares, cayera de repente en una espiral de crisis y pérdidas militares: se desmoronaron los tercios, se perdieron los territorios tan duramente conseguidos, murieron los soldados sin que nadie pudiera hacer nada por impedirlo. Terrible. Alguien dijo que quizá se debiera a que, de Felipe III en adelante, los monarcas españoles no valían ni para hacer trapos. Pero es falso.

Ha sido casual, créanme, pero he encontrado la verdadera razón: Salía yo de clase con prisa, como requieren las necesidades fisiológicas propias del momento. El caso es que llego al toilette y levanto la tapa con regocijo, sintiendo ya el alivio que produce el saberse en el lugar y momento adecuados. Es entonces cuando contemplo, dispersa por doquier, la amarilla y líquida prueba del paso de otros estudiantes por tal sitio en mi misma situación. Y fue en ese momento cuando caí en la cuenta, sorprendido por mi fortuito descubrimiento, de que los españoles no tenemos puntería.

Porque si no, no lo entiendo. La otra explicación, aunque me parece menos probable, es que lo hiciésemos aposta: que llegásemos al urinario y, una vez con el canario fuera de la jaula, flop, dejáramos fluir lo que fuera menester sin pararnos un momento a mirar siquiera si la tapa está levantada. Pero no. Eso sería una flagrante falta de educación y buenas maneras de la que no nos veo capaces. Creo.

Así que supongo que lo que en realidad ocurre es lo siguiente: Llega el sujeto, tenso, nervioso, impaciente. Mira al frente y distingue su objetivo: parece claro, pero es perro viejo y no se confía; disparos más fáciles ha visto y, aún así, inexplicablemente, los ha fallado. Quizá la culpa es del viento, o de lo difícil del momento. A lo mejor la vista le juega una mala pasada e impide la correcta percepción de los acontecimientos. Tratando de no distraerse, afianza los pies en el suelo, ligeramente separados. Apunta. A su alrededor se crea un silencio denso que parece ralentizar el momento, haciéndolo todo más claro. Más fácil. En ese momento es portador de la herencia de su estirpe, que tantos disparos debió fallar en Europa y en el mundo para llevarnos a todos a esta situación. Y el tiempo, justo antes del culmen del asunto, parece detenerse un instante.

El final, supongo, lo imaginan. Errado el disparo, el sujeto baja un poco la cabeza, algo azorado, y mira a su alrededor para comprobar si hay testigos de su mala fortuna. Entonces enfunda el arma y se bate en retirada, pues ya nada queda por hacer salvo tratar de salvaguardar la propia dignidad, que es lo único que le queda a un hombre cuando no ha sabido cumplir con su deber, pero hizo lo posible por intentarlo.

Y entonces llego yo, inocente y ajeno a todo lo que allí acaba de desarrollarse, y me encuentro el estropicio.

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