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Welcome on board.

La azafata me sonrió, cortés. En los rasgos de su cara había aún algo de su antigua belleza, testigos mudos de lozanía que, sin quererlo, hablaban. Debió ser muy guapa, pensé. Rubia, pelo recogido, labios finos curvados en esa eterna sonrisa mercenaria que está incluida en el contrato; esa sonrisa que tantas mujeres esgrimen, peligrosa como una daga, que siempre nos hace creer que somos alguien. Y nunca aprendo.

Mi asiento era el 29-C. A mi lado un matrimonio asiático ojeaba una guía de viajes en cuya portada, bajo la palabra “África” escrita en letras azules, varias fotografías pretendían recoger la esencia del antedicho continente: un elefante en la sabana, un masai con túnica roja y la cara pintada, niños sonrientes cuyos ojos destacaban con el tono de su piel. Un fantástico atardecer que iluminaba, con esa luz característica del crepúsculo que todo lo convierte en sombra, la silueta de dos personas cogidas de la mano observando un paisaje vasto, inconmensurable, que se extendía ante ellos con la promesa de misterios y aventuras.

Detrás de mí, un hombre lloraba.

–          Tranquilo –decía una voz – En cuanto despeguemos te quitamos “eso”, no te preocupes. Quiero que entiendas que sólo hacemos nuestro trabajo.

–          Lo entiendo.

La curiosidad me hizo darme la vuelta. “Eso” eran unas brillantes esposas que mantenían unidas las muñecas de un hombre negro, joven, que miraba por la ventanilla con aire abatido. La cara, donde las lágrimas habían dejado húmedos surcos, era la de un hombre que lo ha perdido todo. A su lado dos policías lo miraban con cierto aire de compasión.

–          ¿Quieres un zumo?

–          Sí.

Hoy recuerdo aquella escena. Tuvo lugar el día que me monté en un avión con dirección a Kenia, hace apenas unas semanas. El piloto nos deseó a todos los buenos días en inglés y suajili, y las azafatas sirvieron zumo a todos los pasajeros. También me acuerdo de la sensación de opresión en el pecho, mezcla de nerviosismo y emoción ante lo desconocido. El libreto turístico de los chinos dejaba el listón muy alto, y mi impaciencia aumentaba.

Por encima del hombro, con disimulo, observé al hombre que lloraba durante todo el viaje. No dejó de mirar ni un momento por la ventanilla, ni siquiera cuando aterrizamos. Aunque justo antes de que el avión tocara suelo africano cerró los ojos con fuerza, como si temiera fatales consecuencias en ese contacto. No lo comprendí entonces. ¿Por qué lloraba?

Las fotografías que antes he mencionado no mienten: aquí hay elefantes y leones. La luz del crepúsculo en aquel magnífico paisaje no me dejó apreciar que aquellas dos personas felices que se daban la mano eran de piel blanca. Los niños cuyos ojos parecen de marfil tienen amebas y malaria. Comen y beben basura infectada, eso les llena el estómago. Y yo les doy lápices y caramelos en un patético intento de ocultar, al menos a sus ojos, que están rodeados de mierda. A un vecino lo asesinaron con un machete. Guau.

Entonces recuerdo con rabia aquel avión, las bromas del piloto, las guapas azafatas. ¿Por qué sonreían? Ahora, sin embargo, comprendo por qué el hombre esposado no les dirigió la mirada ni siquiera para tomar ese estúpido zumo. Por qué cerró los ojos al aterrizar como si nos fuéramos a estrellar. Ahora comprendo por qué lloraba.

Los chinos se levantaron los primeros y yo les dejé pasar. Aún tenían abierta esa guía y hablaban precipitadamente en su idioma.

– Hemos llegado  – dijo uno de los policías.

– Hemos llegado – repitió el hombre negro.

El avión comenzaba a quedarse vacío. Las azafatas, sin perder su sonrisa, recogían las bandejas de comida de los pasajeros. No hubo más comentarios por parte del piloto.
En las bolsas para vómito, en estilizadas letras negras, ponía “Welcome on board”.

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