Oh capitán, mi capitán.

La nieve caía a plomo en aquella ciudad nórdica. El frío, intenso, atravesaba la ropa y se pegaba a la piel en un helado abrazo que el viento procuraba estrechar insistente, continuo. Casi insidioso.

Me encontraba en una pasarela justo debajo del puente de mando de un enorme crucero de pasajeros, atento a las maniobras de desatraque. A uno le interesa el mar y todo lo que a él concierne, y aún a bordo de un sórdido hotel flotante impulsado por potentes motores y con la consecuente falta de aparejo náutico -esto es, arboladura, jarcia, velas, herrajes, caballería – el mero hecho de flotar en agua salada es suficiente para producirme un hormigueo de emoción, como un niño en Navidad ante un abeto bien surtido.

El enorme buque tomó arrancada y continuó en avance poca, esquivando las traicioneras rocas del puerto de Helsinki a través de una derrota bien marcada por boyas de colores, hasta salir a mar abierto. Nos recibieron unas aguas tranquilas en las que la nieve se posaba casi con delicadeza, de forma que la estabilidad y solidez del barco permitían que los pocos cientos de pasajeros -no era una ruta muy concurrida en aquella época del año- disfrutaran unas plantas más abajo de una partida de billar, una tarde en el “spa” o de un cóctel tropical con sombrilla y rodaja de lima. Fue entonces cuando lo vi. Era un hombre joven, de unos treinta años, barba clara y labios finos, muy nórdico. Vestía una gruesa trenca larga y guantes de cuero que apoyaba en la barandilla mojada, mientras miraba fijo el horizonte. Estuvo allí, a apenas unos metros de donde yo me encontraba, observando el mar y la nieve, inmóvil, inescrutable el rostro, firme el semblante a pesar del frío -yo me encogía de hombros, con las manos bien hondo en los bolsillos, maldiciendo por lo bajo el clima Báltico- hasta que la oscuridad cubrió nuestro alrededor y sólo dejó perceptibles el ruido de los motores y del agua bajo el casco. Para entonces ya hacía rato que yo había buscado refugio en el interior y, tras haberlo observado un momento a través de una ventana, fascinado por su inmovilidad, me perdí en las entrañas de aquella mole flotante.

No fue, sin embargo, la última vez que lo vi. Aquella noche apareció en el salón principal, poco después de la hora de la cena. Había cambiado la trenca por una chaqueta de gala de la que colgaban sendos galones, y se tocaba con una gorra marinera con un ancla bordada en hilo dorado. Era el capitán. Miraba a su alrededor algo cohibido, respondiendo educadamente cuando alguien le interpelaba, sosteniendo una sonrisa cordial, un punto tímida, como de alguien que no se encuentra cómodo en tales situaciones. Y entonces comprendí lo que su rostro ocultaba cuando estaba en cubierta contemplando el mar: los tiempos, la situación y la perra vida le habían convertido en el capitán de un barco con camareros en vez de marineros, surcando unas aguas en las que tantos marinos valientes se habían dejado la piel y la vida. Estuve seguro de que, estando allí fuera soportando el frío y la nieve, imaginaba que a sus espaldas, en vez de una enorme chimenea con el símbolo de la compañía, había tres recios mástiles de madera de los que pendían sendas velas, con todo el trapo arriba, henchidas por el viento que empujaba el buque hacia su destino, fuera éste un puerto seguro o el fondo del mar, y que a sus ordenes no había más que gente del oficio de cuya templanza dependía que esto último fuera más difícil de lograr para el siempre cruel y traicionero piélago.

Esto es, en realidad, lo que me hubiese gustado contarles. Marineros nostálgicos de una decencia perdida, capitanes que perfectamente encajarían en una novela de Joseph Conrad o de Stevenson, valientes profesionales sensibles con la historia y con la vida. Pero no. He vuelto a dejar que mi imaginación cree el mundo en el que me gustaría vivir. Disculpen el desliz.

Me encontraba yo en aquella pasarela, decía. La nieve caía, y el frío no era menos villano que el que ya les he descrito. A mi lado no apareció, sin embargo, un joven de barba corta y buena planta, con la biografía escrita en su rostro inescrutable, sólo visible para los que saben mirar bien. En su lugar apareció un tipo rechoncho, sucio, que salía del puente a echar un cigarro. Me miró burlón, como si le hiciera gracia que yo estuviese allí fuera con la que estaba cayendo. Terminado el pitillo -arrojó la colilla al mar sin pudor alguno, el rufián- soltó un palabro en sueco, o finés, o váyanse ustedes a saber que parla gastaba el tipo, y volvió a meterse en el puente donde le vi despatarrarse en su correspondiente sillón y desplegar una revista en la que se veían, retratadas en impúdicas poses, mujeres con menos ropa que vergüenza.

Ya ven. Uno se imagina a bordo del Narcissus, con libros y aventuras en la cabeza, idealizando la imponente figura del Capitán, y se encuentra de golpe a bordo de un prostíbulo flotante de 12 plantas cuyo cometido es transportar hordas de turistas, convenientemente alcoholizados a base de cócteles cubanos y música salsera que la compañía que fleta dicho barco, por así llamarlo, creyó conveniente ofrecer a sus pasajeros. Así que allí estábamos todos, en alegre compañía, disfrutando de ron con piña y exóticas bailarinas traídas de La Habana, sorbiendo de nuestras pajitas y nublando el juicio y el sentido mientras surcábamos, ciegos, el jodido mar Báltico. Y créanme. Hubiese sido divertido que un travieso iceberg nos abriese una vía de agua por debajo de la línea de flotación, a lo Titanic, o que saltase una chispa en uno de los tanques de combustible, como la que se se llevó a mi abuelo y a su barco hace ya tiempo.
Entonces sí que íbamos a reírnos todos mucho, se lo aseguro. Mucho.

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