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Españoles, franceses y piratas.

Leo la noticia y me quedo pensativo. Esto me suena, me digo. Pero no caigo, así que la vuelvo a leer: Una fuerza franco-española combate la piratería en el Índico, frente a las costas de Somalia. Se han destinado navíos y helicópteros de ambas naciones, muy seguros de su superioridad bélica y táctica. En la foto aparece un helicóptero de esos con muchas ametralladoras, amenazador, despegando de la fragata española “Reina Sofía”. Va cargado con misiles Penguin y un cañón de 12,7 mm, aclara la noticia. No sé lo que son, pero suena a artillería de esa que hace ruido. Bang.
Y entonces ato cabos: Franceses, españoles y piratas. Siento un nudo en el estómago y me llevo las manos a la cabeza. Voto a Cristo. Dos siglos después, el fantasma de Trafalgar sigue atormentando la conciencia española, y la situación se repite. Franceses y españoles por un lado, piratas por el otro.
Para aquellos que necesitan que les refresque la memoria, la batalla de Trafalgar tuvo lugar el 21 de octubre de 1805 y enfrentó a la coalición franco-española, comandada por el vicealmirante Villeneuve, con la Royal Navy inglesa a las órdenes del almirante Nelson.

Las cosas sucedieron más o menos así: Villeneuve, respondiendo a intereses personales, saca la flota de Cádiz, gallardo, decidido a enviarles algo de metralla a los siervos de su Graciosa. Abre el catalejo y atisba el horizonte. Recristo, piensa. No son pocos y tienen el viento a favor. Así que el gabacho decide poner los pies en polvorosa, y si te he visto no me acuerdo. Mientras tanto, la escuadra inglesa practicó el tiro al blanco con los barcos españoles –entre los que se encontraba el “Trinidad”, buque insignia de nuestra flota- y franceses que se habían quedado atrás, en proporción de tres contra uno, dándonos bien por el ojete. Más adelante dedicaré otro capítulo a este episodio, que no deja de tener su miga.

El caso es que estoy inquieto. Nervioso. No es que no me fíe de nuestros aliados franceses, por Dios, no se piensen que les guardo rencor. Simplemente soy consciente de que, en lo que a cañonear piratas se refiere, no son camaradas a los que uno pueda confiarse ciegamente y sin reservas. Y no puedo dejar de imaginarme la escena: avanzan los helicópteros aliados hacia la costa, con mucho ruido de aspas y tripulados por intrépidos soldados. El piloto del “Panther” francés hace un gesto afirmativo con el pulgar, sonriente y confiado, a su igual del “Seahawk” español, que se llama Manolo. Éste, sin dejar de otear el horizonte y atento al radar, le responde con lo mismo y le comenta a su copiloto, Marcial, lo buena gente que son estos gabachos. Marcial se encoge de hombros y sigue a lo suyo.
Entonces aparecen, de repente, tres o cuatro esquifes despuntando amenazadores en el horizonte. A bordo de cada uno hay 10 o 15 somalíes armados con pistolas y subfusiles y parecen enfadados. Profieren guturales gritos de guerra y disparan al aire, agitando mucho los brazos por encima de la cabeza con gran alborozo.
Marcial quita el seguro de los misiles Penguin. Manolo hace ascender unos metros el aparato para ser un blanco más difícil.
-Target located. Roger, roger.

El “Seahawk” español describe un semicírculo aproximándose por la izquierda. Los franceses hacen lo propio por la derecha. O ese era el plan.
-¿Dónde carajo se han metido los gabachos? – pregunta Marcial, perplejo, mirando por la ventanilla de la cabina – ¿Ya los han derribado?
Miran el radar. Un puntito amarillo representa la aeronave aliada alejándose a más velocidad de la que parecía posible en un helicóptero. Bip-bip, hace. Entonces las balas somalíes empiezan a rebotar contra el blindaje, haciendo no poco ruido.
-¡Mayday, mayday!
Tres amenazadores esquifes, impulsados a remo, se sitúan a poca distancia del helicóptero, cañoneando sin piedad. Los franceses, ya en la base, se maravillan de la valentía de los españoles. “Deben estar dopados”, piensan. “Si no, no me lo explico”.

Los detalles del final de la historia son un poco vagos. Quizá los piratas rindieron al aguerrido helicóptero español, bebiendo cerveza y cantando el Dios Salve a la Reina para celebrarlo. A lo mejor su jefe, Nelson Ndoumbe, recibió un balazo y no vivió para contarlo, generando un aluvión de críticas en nuestro país hacia el cruel y retrógrada militarismo español. Pero lo cierto es que no puedo dejar de acordarme de las palabras de Pérez-Galdós, que tan bien reflejó la historia de la Marina española, cuando dijo aquello de “Después, la confusión fue tan grande que no pude distinguir lo que pertenecía a las voces humanas en tal descomunal concierto. Pero no sé cómo, sin salir de aquel estado de somnolencia, me hice cargo de que se creía todo perdido, y de que los oficiales se hallaban reunidos en la cámara para acordar la rendición; y también puedo asegurar que si no fue invento de mi fantasía, entonces trastornada, resonó en el combés una voz que decía: «¡El Trinidad no se rinde!». De fijo fue la voz de Marcial, si es que realmente dijo alguien tal cosa.”

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Oh capitán, mi capitán.

La nieve caía a plomo en aquella ciudad nórdica. El frío, intenso, atravesaba la ropa y se pegaba a la piel en un helado abrazo que el viento procuraba estrechar insistente, continuo. Casi insidioso.

Me encontraba en una pasarela justo debajo del puente de mando de un enorme crucero de pasajeros, atento a las maniobras de desatraque. A uno le interesa el mar y todo lo que a él concierne, y aún a bordo de un sórdido hotel flotante impulsado por potentes motores y con la consecuente falta de aparejo náutico -esto es, arboladura, jarcia, velas, herrajes, caballería – el mero hecho de flotar en agua salada es suficiente para producirme un hormigueo de emoción, como un niño en Navidad ante un abeto bien surtido.

El enorme buque tomó arrancada y continuó en avance poca, esquivando las traicioneras rocas del puerto de Helsinki a través de una derrota bien marcada por boyas de colores, hasta salir a mar abierto. Nos recibieron unas aguas tranquilas en las que la nieve se posaba casi con delicadeza, de forma que la estabilidad y solidez del barco permitían que los pocos cientos de pasajeros -no era una ruta muy concurrida en aquella época del año- disfrutaran unas plantas más abajo de una partida de billar, una tarde en el “spa” o de un cóctel tropical con sombrilla y rodaja de lima. Fue entonces cuando lo vi. Era un hombre joven, de unos treinta años, barba clara y labios finos, muy nórdico. Vestía una gruesa trenca larga y guantes de cuero que apoyaba en la barandilla mojada, mientras miraba fijo el horizonte. Estuvo allí, a apenas unos metros de donde yo me encontraba, observando el mar y la nieve, inmóvil, inescrutable el rostro, firme el semblante a pesar del frío -yo me encogía de hombros, con las manos bien hondo en los bolsillos, maldiciendo por lo bajo el clima Báltico- hasta que la oscuridad cubrió nuestro alrededor y sólo dejó perceptibles el ruido de los motores y del agua bajo el casco. Para entonces ya hacía rato que yo había buscado refugio en el interior y, tras haberlo observado un momento a través de una ventana, fascinado por su inmovilidad, me perdí en las entrañas de aquella mole flotante.

No fue, sin embargo, la última vez que lo vi. Aquella noche apareció en el salón principal, poco después de la hora de la cena. Había cambiado la trenca por una chaqueta de gala de la que colgaban sendos galones, y se tocaba con una gorra marinera con un ancla bordada en hilo dorado. Era el capitán. Miraba a su alrededor algo cohibido, respondiendo educadamente cuando alguien le interpelaba, sosteniendo una sonrisa cordial, un punto tímida, como de alguien que no se encuentra cómodo en tales situaciones. Y entonces comprendí lo que su rostro ocultaba cuando estaba en cubierta contemplando el mar: los tiempos, la situación y la perra vida le habían convertido en el capitán de un barco con camareros en vez de marineros, surcando unas aguas en las que tantos marinos valientes se habían dejado la piel y la vida. Estuve seguro de que, estando allí fuera soportando el frío y la nieve, imaginaba que a sus espaldas, en vez de una enorme chimenea con el símbolo de la compañía, había tres recios mástiles de madera de los que pendían sendas velas, con todo el trapo arriba, henchidas por el viento que empujaba el buque hacia su destino, fuera éste un puerto seguro o el fondo del mar, y que a sus ordenes no había más que gente del oficio de cuya templanza dependía que esto último fuera más difícil de lograr para el siempre cruel y traicionero piélago.

Esto es, en realidad, lo que me hubiese gustado contarles. Marineros nostálgicos de una decencia perdida, capitanes que perfectamente encajarían en una novela de Joseph Conrad o de Stevenson, valientes profesionales sensibles con la historia y con la vida. Pero no. He vuelto a dejar que mi imaginación cree el mundo en el que me gustaría vivir. Disculpen el desliz.

Me encontraba yo en aquella pasarela, decía. La nieve caía, y el frío no era menos villano que el que ya les he descrito. A mi lado no apareció, sin embargo, un joven de barba corta y buena planta, con la biografía escrita en su rostro inescrutable, sólo visible para los que saben mirar bien. En su lugar apareció un tipo rechoncho, sucio, que salía del puente a echar un cigarro. Me miró burlón, como si le hiciera gracia que yo estuviese allí fuera con la que estaba cayendo. Terminado el pitillo -arrojó la colilla al mar sin pudor alguno, el rufián- soltó un palabro en sueco, o finés, o váyanse ustedes a saber que parla gastaba el tipo, y volvió a meterse en el puente donde le vi despatarrarse en su correspondiente sillón y desplegar una revista en la que se veían, retratadas en impúdicas poses, mujeres con menos ropa que vergüenza.

Ya ven. Uno se imagina a bordo del Narcissus, con libros y aventuras en la cabeza, idealizando la imponente figura del Capitán, y se encuentra de golpe a bordo de un prostíbulo flotante de 12 plantas cuyo cometido es transportar hordas de turistas, convenientemente alcoholizados a base de cócteles cubanos y música salsera que la compañía que fleta dicho barco, por así llamarlo, creyó conveniente ofrecer a sus pasajeros. Así que allí estábamos todos, en alegre compañía, disfrutando de ron con piña y exóticas bailarinas traídas de La Habana, sorbiendo de nuestras pajitas y nublando el juicio y el sentido mientras surcábamos, ciegos, el jodido mar Báltico. Y créanme. Hubiese sido divertido que un travieso iceberg nos abriese una vía de agua por debajo de la línea de flotación, a lo Titanic, o que saltase una chispa en uno de los tanques de combustible, como la que se se llevó a mi abuelo y a su barco hace ya tiempo.
Entonces sí que íbamos a reírnos todos mucho, se lo aseguro. Mucho.

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Sobre civilizaciones hundidas.

No sé cómo no se me había ocurrido antes. Es algo tan obvio, tan claro, que me sorprende que hayan tenido que ser los gringos quienes me abran los ojos. Caray.
Y ahora me froto los parpados con una mezcla de incredulidad y perversa diversión, preguntándome, ahora que lo sé, cómo lo había pasado por alto.

Resulta que, no hace mucho, una prestigiosa revista norteamericana anunciaba un descubrimiento de suma importancia para el mundo científico: tras arduas investigaciones, concluían que la mítica ciudad de la Atlántida podría estar en España. Sí señores. La misma ciudad descrita por Platón en sus diálogos, y la que buscaron tantos soñadores a lo largo de los siglos. Ciudad gloriosa, destino de viajeros que, asombrados, dieron lugar a la leyenda. Centro de cultura y circulación de ideas. Un lugar que dejó al mundo perplejo con sus edificios, con su sistema político. La repera.
Los estudiosos locales aplauden la teoría. Encaja, dicen. Geomorfología y rutas comerciales. Algún que otro vestigio arqueológico. Y se maravillan al comprobar que la palabra árabe Al-Ándalus proviene de Antalos, es decir, Atlántida.

Chorradas. No hace falta darle tantas vueltas para comprobar que de verdad la mítica Polis tuvo que estar, por fuerza, en territorio patrio. Háganse cargo ustedes y, si les ha picado la curiosidad, reflexionen conmigo. Piénsenlo bien: ¿Acaso no vivimos ustedes y yo en un país que no deja de asombrar al mundo entero? Triplicamos la tasa de paro de cualquier otro país Europeo, y la credibilidad de nuestra economía es similar a la que tenía nuestro presidente cuando decía que aquí no hay crisis. Y sonreía, el imbécil. También somos el país que dio a luz a la LOGSE de Maravall y Solana, y apenas han hecho falta unos pocos años para que, lógicamente, las encuestas demuestren que somos más tontos que una mierda. Es aquí donde nos inventamos de la noche a la mañana un género neutro en la lengua, y lo aplaudimos. Es aquí donde lapidamos palabras, historias y personajes por tener tufillo franquista. Es aquí donde nos quejamos cuando alguien sugiere que, para salir de la crisis, hay que trabajar. Ya ven.
No nos olvidemos de la política. Es innegable que la nuestra, como en la Atlántida, también es innovadora. ¿Que no? Hemos tenido y tenemos individuos formando parte del gobierno que ni siquiera han acabado el bachillerato. Díganme si eso no es la hostia de innovador.
¡Y los edificios! Desde luego, no nos quedamos atrás. Imaginen la impresión de un marinero antiguo, de pie en la cubierta, la mano crispada en torno a la jarcia, con el agua del Mediterráneo salpicándole la cara, cuando viera aparecer, allá en el horizonte, una magnífica ciudad de altos edificios que parece dar la bienvenida a los viajeros cansados. Imagino que sería la misma impresión de cualquier turista a bordo de uno de esos cruceros que están ahora de moda cuando, después de echar por la borda hasta la primera papilla, se limpia la comisura de la boca con el dorso de la mano y ve, en el horizonte, el mar de ladrillo y hormigón en que convirtió el litoral nuestro amigo José María.

Así que ya pueden dejar de buscar: no cabe duda de que Atlantis estuvo aquí, en España. Y qué quieren que les diga. No me extraña que se hundiera.

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Los simpáticos peces del Mediterráneo.

Coincido con todo el mundo en que ha sido una desgracia. Lo del Costa Concordia, digo. Un naufragio nunca es cosa de risa, y menos cuando se trata de un barco de esas dimensiones. Lo que me irrita, sin embargo, es el asombro, la sorpresa y las reacciones que ello ha suscitado. “Hoy en día no pueden pasar cosas así” decía un tipo, encolerizado y con la camisa de flores todavía húmeda por el chapuzón. “Es inadmisible”, corroboraba otro. Un tercero, a su vez, precisaba que había sido “como lo del Titanic, con el agravante de que esto fue por sorpresa”. Y tan pancho. Agravante, dice. El turista.

El mar, desde que el ser humano ha tenido los conocimientos y los arrestos necesarios para surcarlo, ha demostrado ser traidor, falso y peligroso como un político de los de aquí. Que se lo digan a todos aquellos marinos, los de verdad, que se han dejado la piel y la vida capeando temporales y taponando vías de agua con lo que había a mano. La gente que vive de eso sabe, por desgracia, que uno nunca está lo suficientemente prevenido, ya estés a 2 millas de la costa, con mar llana y buena visibilidad, o a doscientas, con un temporal de fuerza 11 en la escala Beaufort de los que vuelcan barcos y hacen viudas.

Hay otro elemento a tener en cuenta, claro. Me refiero a los capitanes y a la tripulación, de quienes depende fundamentalmente que un cascarón se vaya a pique o flote hasta llegar a puerto. A esto se refería Rudyard Kipling cuando contó la historia de Disko Troop y los demás, a bordo del Aquí Estamos. O Conrad, cuando describía al capitán Mac Whirr sujeto a una jarcia, calado el chubasquero y  gritándole al viento enfurecido que cerca estuvo de mandarlos al fondo del mar de China. Marineros que, aún conscientes de la inanidad de toda acción, vendían caro el pellejo.

Hay, sin embargo, quien tiene la arrogancia de creer que puede controlar la situación. Es una idea que nos han metido en la cabeza, fundamentalmente, esas empresas de cruceros pijos con piscina y pista de tenis. El mediterráneo, dicen, es un manso charco de agua salada poblado de simpáticos peces ideal para unas vacaciones en familia. A un precio atractivo, por supuesto, y con servicio de habitaciones. Si los griegos naufragaban, y también los romanos, es porque no tenían ni puta idea. Meros aficionados.

Y, de repente, ocurre. Y todos miran asombrados alrededor, con los daiquiris a medio acabar, preguntándose qué carajo está pasando. Esto no venía en el folleto, piensan. Hacen memoria, pero no recuerdan haber pagado por una vía de agua del tamaño de un campo de fútbol.  Entonces empiezan a zozobrar, y los simpáticos peces de los que antes hablaba hacen toc, toc, y llaman a las puertas de los camarotes para darte los buenos días. Imaginen qué risa cuando miraran por los ojos de buey, o lo que rayos tenga ese barco por ventanas, y vieran a su capitán poniendo agua de por medio con una zodiac (più veloce, dico, maledetto!) como alma que lleva el diablo. “Esa roca no debía estar ahí” dijo, cuando las autoridades lo detuvieron poco después.

Pues eso. Quiero decir con esto que son cosas que pasan: Vientos malintencionados, olas del tamaño de un bloque de pisos o rocas que no debían estar ahí, pero estaban. Lo mismo da.

Ya lo dijo el capitán Mac Whirr, y yo lo repito ahora: “Te está bien empleado, viejo imbécil. Eso te enseñará a hacerte marino”.

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