Una historia cualquiera.

Eran cuatro. Una chica y un chico jóvenes, una señora mayor y un hombre adulto. Sus restos aparecieron en las obras de ampliación de un cementerio, en Toledo. Habían sido fusilados al comienzo de la nuestra Guerra Civil y arrojados a una fosa común. Aquel fue el final de su historia. Nadie los reclamó, nadie se preocupó por rescatar sus huesos y ofrecerles un entierro digno. Pero se sabía que estaban allí. Supongo que no tuvieron tanta suerte como otros: ellos no estaban en la misma fosa que García Lorca, ni las estrellas de música y cine, con esa profunda sensibilidad social que tienen, reclamaron enérgicamente que se honrara su memoria. No había cámaras de televisión ni políticos hablando sobre el valor de toda vida humana, etcétera. Así que, como esos restos no servían para trincar votos, fueron metidos, bien revueltos, en un saco de tela (Azúcar Acor, ponía en letras azules) y olvidados en un sótano. A ver a quién carajo van a importarle un puñado huesos viejos. Más tarde, el alcalde de ese pueblo (de IU, por cierto), los cedió ala UniversidadAutónoma.Así fue como supe de ellos.

Dentro del saco había también lo que parecían ser unas botas militares, un cinturón y algo de tela. Destacaban, entre todos los restos, los cuatro cráneos, en los que podía apreciarse un agujero de bala en la nuca o en la sien.

No sé quienes eran. Si eran buenas o malas personas, cobardes o valientes, honrados o no. ¿Qué importa eso? Están muertos. Sólo son huesos, ya no existen. Pero supongo que, cuando uno sostiene un cráneo agujereado, no puede evitar pensar que un día fue una persona. Que estuvo vivo, que amó, que odió, que tuvo miedo. Que reía y que lloraba, como todos, independientemente del bando al que perteneciera en la guerra. Imaginé a ese chico, de unos veinte años, de pie, encogido y mirando por última vez a su compañera. Quizá dándole la mano, y prometiéndole que todo va a salir bien. Que él está ahí, con ella, y que no va a soltarla. No sé si la chica era su novia, o su hermana. A lo mejor ni siquiera la conocía. Detrás, la anciana descansa sentada en una piedra, resignada, mientras que el hombre, de mediana edad, sostiene la mirada de su verdugo. Sabía que iban a matarlo, pero no era el momento de empezar a suplicar, a esas alturas. Después de una vida luchando por permanecer de pie, con dignidad, no era cuestión de arrodillarse. Le daría pereza, ¿no creen?

¿Lo último que oyeron? A lo mejor un “te quiero”. O un “lo siento”. Quizá un sollozo, y unas palabras de consuelo. Después una orden. Un suspiro. No lo sé. Pero no me cabe duda de que, al final, todos escucharon un disparo, y luego, nada.

Cada uno que piense lo que le plazca. Así es como lo veo yo, y me da igual si realmente fue lo que ocurrió. En realidad, no sé por qué escribo esto. A lo mejor es por que me siento culpable al trabajar con sus huesos, y necesito disculparme. O porque es lo único que puedo hacer por ellos. En cualquier caso lo hago porque he tenido el descuido, o el error, de recordar que eran seres humanos. A lo mejor, dentro de unos años, dejo de imaginar la vida de personas muertas. Con un poco de suerte sólo veré material de trabajo que hay que limpiar, ordenar, catalogar y registrar, y me ahorro historias que maldita la gracia que me hacen. Pero eso se consigue con la experiencia. Cuando por fin me de cuenta de que, en realidad, la vida humana no vale una puñetera mierda.

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El hombre del acordeón.

No sé cómo se llama. Tampoco sé su historia, ni siquiera si habla mi idioma. Sólo sé que toca el acordeón.

Se le puede encontrar todos los días en la línea 1 del metro de Madrid, recorriendo los vagones, cabizbajo. Es un hombre mayor, de pelo cano y ojos azules. Cansados. Viste elegante, a pesar de sus raídos pantalones de tela y sus zapatos gastados, y siempre lleva consigo un acordeón Gabanelli al que trata con cariño, casi con ternura. Cuando el tren se detiene en el andén, él es el último en entrar, siempre detrás de las señoras, cortés y callado. Digno. Entonces, cuando se cierran las puertas, baja la mirada y desliza suavemente sus dedos por el instrumento. Simplemente toca, arrancando de esas teclas canciones que hablan de soledad y de nostalgia, de esperanza perdida y resignada. Parece no importarle quiénes escuchan su melodía. Si es que la escuchan. Los viajeros, precavidos, intentan ignorar su presencia concentrándose en un libro, en un periódico, en una conversación. Para ellos es sólo uno más. Uno de tantos, de esos que son unos vagos y no han trabajado nunca, porque no quieren. Un pobre infeliz que no merece atención ni respeto. Una presencia desagradable que toca melodías nostálgicas cuando nadie se lo ha pedido.

Y él lo sabe, y lo siente. O no sé si lo siente, pero parece sentirlo. Parece arrepentido cuando, cabizbajo, camina despacio por el vagón, tambaleándose por el traqueteo, pulsando esas teclas que cuentan historias que nadie quiere oír. Parece arrepentido allí, de pie, enseñando a los viajeros canciones que no conocían ni habrían conocido de no cruzarse en su camino. Y también parece arrepentido, e incluso avergonzado, cuando saca un cestillo, esperando una moneda. No mira jamás a los ojos de su improvisado público, quizá porque teme encontrar en ellos reproche, incomodidad, desprecio. Pero no siempre es así. En ocasiones alguien se acerca, ante la mirada curiosa de los demás, y deposita unas monedas en ese cestillo que casi siempre está vacío. Entonces levanta un poco la cabeza, mirando sin ver, y esboza una sonrisa agradecida, sincera. No dice nada.

Después hace una breve reverencia, y baja del vagón. Se aleja, y todavía parece arrepentido. Porque sabe que, sin quererlo, nos ha mostrado la realidad de un mundo que no queremos ver, porque es incómodo comprobar que en realidad si somos afortunados.

Quizá debería ser yo quien agachara la cabeza.

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Sobre combas y soldaditos.

Coño, y yo me alegraba por la desaparición del ministerio de los miembros, las miembras, y la carne de miembrillo, pensando que por fin se acabaron las gilipolleces de lo políticamente correcto. Ya me había hecho ilusiones, oigan. Incluso llegué a abrigar esperanzas de que el importante movimiento del feminismo dejara de ser prostituido por cuatro tontas de la pepitilla. Y ya ven. Mi gozo en un pozo.

“Erradicar las desigualdades de niñas y niños en los espacios de juego no reglado que se desarrollan durante los recreos en los patios”. Así comienza la norma no de ley aprobada esta semana en el Congreso de los Diputados. Después de rumiar la noticia hubo un par de aspectos que llamaron profundamente mi atención. Me sorprendió, en primer lugar, que en vez de “espacios y espacias de juego y juega” hubieran usado solamente espacios de juego. Machistas cabrones. Yo, seguidor de las profundas soplapolleces que a veces engendra nuestro Gobierno, quedé profundamente decepcionado. Creía tener claro que, para lograr un lenguaje no sexista, había que dilapidar las principales leyes de economía lingüística y las normas gramaticales y, si se tercia, como es el caso, inventar palabras nuevas. Y si queda tiempo, además, pedir ala RAE que las añada al diccionario. Pero no. Esta vez no he visto por ninguna parte a Ignacio Bosque llamando educadamente al orden ni a Pérez Reverte, ya no tan educadamente, mandándolos a todos a la mierda. Así que esta vez se han conformado con utilizar un perfecto y fascista castellano. Le dan a uno ganas de aplaudir con las orejas.

La segunda cuestión que me sorprendió es de un cariz bien distinto. Resulta que, como soy un poco lento en esto de la lectura comprensiva (cosa dela Logse, ya saben) leí un par de veces la noticia. O tres. El caso es que no entendía muy bien eso de “erradicar las desigualdades”. En un principio pensé que iban a imponer el uso del uniforme, ¿comprenden? Pantalones para las niñas y falditas para los niños. Nada estrambótico. También me planteé la posibilidad de que se refiriera al bocadillo. De chopped para todos. O la puta al río.

Pero no terminaba de encajar. Y algo me olía a chamusquina. Fue entonces cuando se me pasó una idea ridícula por la cabeza. “¿No se referirán – me dije- a prohibir a los niños dar patadas a un balón, o jugar a los indios y vaqueros; y a las niñas jugar con sus muñecas o a la comba?”. Pero descarté enseguida la idea, ya se imaginan. Afortunadamente no vivimos enla España franquista. Así que, como con lo del bocadillo me había entrado hambre, dejé el asunto, me fui a cenar y encendí la tele. Craso error. Allí estaba, la amiga Bibi, tan guapa como siempre, aclarándome las dudas sobre la noticia que hoy les cuento y yo, mientras tanto, intentando expulsar de mi garganta el trozo de calamar que se me había atravesado al oír algo así como “hay que acabar con el estereotipo del niño jugando al fútbol y la niña saltando a la comba”. Y no fue fácil, oigan. Casi no lo cuento. Putos calamares.

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Haciendo amigos.

Quizás se hayan dado ustedes cuenta: amo la polémica. Disfruto como un niño en Navidad cuando, después de escribir, por ejemplo, que la palabra “miembra” es una soberana soplapollez, o que todo el mundo tiene derecho a ser respetado (que no tolerado, son conceptos distintos), incluyendo por supuesto a los ateos, agnósticos y religiosos; se me llena el buzón de mensajes. Algunos son de felicitación, en plan “dales caña y que se jodan”. Otros, cordialmente, me invitan a que me vaya a tomar por el culo. Mis favoritos, sin embargo, son los condescendientes: aquellos que se lamentan de mi forma de pensar y me tienden una mano cordial, para guiarme a través de la noche procelosa de mi ignorancia con paternal cariño, hacia la luz de la verdad.

El caso es que, cansado de todo esto, me había propuesto dejarlo por una temporada. Tranquilizarme y descansar. Leer más de diez veces la palabra “cabrón” en un párrafo de siete líneas es una tarea agotadora. Y en esas estaba, disfrutando de la vida retirada, ya saben. Lejos del mundanal ruido, etcétera. Viéndolas venir y dejándolas pasar con tal estoicismo e imperturbabilidad que llegué a preguntarme si no me habría curado, oh, milagro. Dejé estar incluso la fundación de la plataforma de Jóvenas Feministas sin un pestañeo. Figúrense. Tal es así que hay quien me pregunta, malicioso, si no me estaré amariconando.

Pero he caído, pecador de mí. Algunos ya se huelen lo que voy a decir. ¿Qué se puede esperar de un texto que comienza ligando la fiesta dela Navidad con la alegría? ¡La Navidad! ¿No estaré, a lo mejor, apuntando demasiado alto? Cualquier tema religioso es una bomba de relojería. Ya se percatan ustedes del problema. Irremediable.

Pero basta de rodeos. Quería hablarles de las Jornadas Mundiales dela Juventud.Tal es el tema que he elegido para hacer nuevos amigos. Lo cierto es que no quiero profundizar en datos o estadísticas. Nunca se me dieron bien las matemáticas. Bastará por ahora con alguna que otra reflexión propia, y con una fotografía.

Alarma, viene el Papa. Todos a sus puestos: los religiosos comprando camisetas y entonando canciones, alegres. Los ateos –no todos –  soltando espumarajos por la boca, inyectada en sangre la mirada. Zapatero bajándose los pantalones, sonriente y campechano. Así está, en resumidas cuentas, el panorama. Y qué quieren que les diga: creo que podría haber sido mucho peor. Me refiero a que no sé qué esperar de un país cuyos ciudadanos, en un alarde de increíble osadía y no menos notable ignorancia, se creen –se saben- con el derecho de elegir a qué irán destinados sus impuestos. Es decir, que tenemos en el interior de nuestras fronteras algo más de cuarenta millones de Ministros de Economía, dispuestos todos ellos a financiar, únicamente, lo que no va contra sus principios. Así, los de Villaciruelos de Abajo se indignarían si supieran que parte de sus impuestos han servido para pavimentar la carretera que los une con Villaciruelos de Arriba, esos fachas. Los aficionados del atleti se llevan las manos a la cabeza cada vez que se corta el tráfico enla Cibeles para que los madridistas le pongan una bufanda a la diosa. Y a mi me toca los cojones enterarme de que asociaciones de extrema derecha utilizan mi dinero para Hacerse Oír. Por ejemplo.

Pero, para bien o para mal, vivimos en un Estado de Derecho que, por cierto, no es lo mismo que un Estado de Derechos. Y eso supone la aceptación de unas determinadas pautas. Supone que puedan organizarse festejos cuando un equipo de fútbol gana un torneo, y se paralice medio país, y la peña se bañe en las fuentes, splash, y que se afloje pasta para que Shakira venga a cantarnos el waka waka. Aunque no a todos nos guste el fútbol ni, Dios me libre, la antedicha individua. Supone que pueda organizarse un congreso de seguidores de Falete, si existen, en cuyo seno se discuta si el amigo posee, o no, el miembro a que hace referencia su nombre. Y supone también que pueda tener lugar una reunión de cristianos de todo el mundo. Corríjanme si me equivoco. Lo de Falete, digo.

Me hablan también del gasto, de lo cara que va a salir la tontería. Sobre este particular prefiero dejar que cada uno valore los datos que están al alcance de todos. Sólo voy a destacar, si me lo permiten, que el 70% del dinero destinado al evento viene de los peregrinos. Además, un importante porcentaje lo aportan las empresas privadas. Y a eso hay que añadir el hecho de que son más de un millón y medio de personas las que han llegado a Madrid estos días y abarrotan sus comercios, calles y plazas. Sólo hay que ver el impulso económico que supusieron anteriores Jornadas, como en Sydney hace tres años. Pero sobre eso nadie sabe nada. ¿O sí?

Vayamos concluyendo. Les comentaba antes que había una fotografía que había llamado mi atención. Probablemente muchos de ustedes la habrán visto ya: representa los incidentes enla Puertadel Sol, los enfrentamientos entre peregrinos y manifestantes laicos. Es una de esas fotografías que le quitan a uno la esperanza. Que nos recuerda que, en realidad, no somos más que una panda de hijos de puta incapaces de aceptar que el de al lado piense diferente. Tanto religiosos como laicos. Nos encanta humillar al prójimo, demostrar por la fuerza que nadie, excepto uno mismo y sus compinches, tiene razón.

Sin embargo espero que algún día seamos capaces de dejar de lado todo el odio, el rencor y la mala baba que nos caracteriza. Que cambiemos los insultos por palabras de perdón. Que tendamos las manos abiertas, y no crispadas en un puño.

Pero eso no pasará nunca. Ustedes lo saben, y yo también. Somos todos demasiado gilipollas.

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Historias de un veintitrés de febrero.

Ya saben ustedes cómo funciona esto. Con toda la parafernalia del 23-F, con tantos análisis, debates y tertulias sobre el tema, a los políticos les ha dado ahora por rememorar dónde estaban en el momento del fallido golpe de estado, qué pensaban y qué hacían. Es cierto que, como dicen nuestros mayores, nadie ha olvidado ese día, ni lo que estaban haciendo cuando se enteraron del pifostio en el Congreso. Pero lo gracioso es comprobar cómo muchos de los que se dicen gobernantes –y gobernantas-, así como la mayoría de catetos de la oposición, cuentan historias estrambóticas, teñidas de drama, valentía y lágrimas por la joven democracia.

Mi favorita es la de Carme Chacón. Es cierto que no es la más espectacular, ni la más vanidosa. Pero imaginen el cuadro: Una niña de nueve años entretenida con lo que, supongo, se entretenían entonces las chiquillas, cuando de improviso escucha por la radio que los diputados y el Presidente del Gobierno están retenidos por la fuerza enla Cámara y que existe riesgo para el nuevo orden nacional.

Personalmente, amén de ser un infante inocente y despreocupado, le habría preguntado a mi madre qué es aquello del nuevo orden y qué carajo es una democracia. Pero Chacón, que ya entonces era más inteligente y más guapa, guardó sus muñecas, alehop, y comenzó “a empaquetar libros y documentos que intuía comprometedores”. Y claro. Se dirigió a toda prisa a su habitación, donde guardaba, justo al lado de la colección de Mujercitas y los cuentos del tío Patota, las obras completas de Marx, Engels y algunos títulos de Bakunin, que leía por las noches cuando terminaba las sumas y las restas para el cole. Y así, acompañada por su madre en tal ardua tarea, se deshizo enseguida de autores peligrosos como Juan Marsé, Alfonso Paso o Juan José Alonso Millán.

Puedo suponer cómo terminó aquello: Cuando todo estuvo debidamente ordenado, empaquetado y guardado, la pequeña Carme respiró tranquila, con esa sensación de seguridad que da el no tener obras de libre pensamiento a la vista de cualquiera. Pero de repente su cara se tornó en una mueca de horror, casi pánico, al comprobar que había olvidado en un descuido el Discurso de la Libertad de Prensa, de la Areopagíticade Milton, justo encima de su cama. Por supuesto, se abalanzó sobre la obra impía y corrió a esconderla con las demás.

“Que poco ha faltado” debió pensar. “Espero no haber olvidado en el pupitre del cole el Tratado sobre la Tolerancia de Voltaire”.

Nos ha jodido.

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Mi amigo Dani.

Dani es un niño normal, de los que juega al fútbol en los recreos, se raspa las rodillas en el parque y, de vez en cuando, incordia a las niñas para divertirse. Es un chaval inteligente, inquieto. Como tantos otros.

Me cuenta Yolanda, su madre, que le han castigado en el colegio: todas las tardes de las próximas dos semanas va a tener que quedarse haciendo deberes en el aula. Algo grave habrá hecho, le digo. Y ella me mira, esbozando una media sonrisa mientras enciende un cigarrillo.

–         Habla con él. –dice- Y que te lo cuente.

Así que voy a buscarle, y lo encuentro jugando a los videojuegos en su habitación. El tío está absorto en la pantalla, concentrado. Si no tuviera ocho años, me digo, parecería un francotirador serbio enla Sniper Avenue.El cabrón.

–         Yo a tu edad me divertía fuera, en la calle –le digo.

Dani vuelve la cabeza, sobresaltado, y se encoje de hombros. Entonces me cuenta que en la calle se aburre. Que no sabe que hacer, y que prefiere la videoconsola. Que, desde que le han castigado, se le han quitado las ganas de jugar al fútbol.

–         ¿Es que has roto algún cristal con el balón? ¿Has pegado a un compañero?

Me mira un momento y entonces, avergonzado, me lo cuenta. No había roto una ventana, ni le había arreado un guantazo a otro chaval. Resulta que la profe, que se llama Cristina, había llegado un día y les había dicho que, en adelante, los niños iban a jugar con las muñecas y las niñas se quedarían con el balón. Y él, claro, a jugar con las Barbies. Y así pasó una semana, y otra. Su madre le contó que los señores del gobierno, que son los que mandan, habían propuesto una norma con la que querían acabar con las diferencias entre niños y niñas, controlando el juego de los críos en el patio del colegio, y que a Cristina le había parecido fenomenal. Un día, el chaval decidió pedirle el balón a su profesora. Y ella, con una sonrisa, le contestó que no, que podía divertirse con otras cosas. Y le ofreció una muñeca. Entonces Dani, muy serio y algo cabreado, le indicó por dónde, según su opinión, podía meterse la muñeca.

Hay que ver, me dije. Cómo hablan los niños de ahora. Aunque en realidad tiene razón: toda la vida los críos han jugado en la calle a lo que les da la gana, y eso es lo que les hace crecer, y conocer el mundo. Pero, viendo cómo está el patio, no me extraña que los chavales se refugien en los videojuegos. El problema es que no es así como debería ser, eso no es forma de disfrutar la infancia. Lo que hace falta es que los niños vivan ajenos al mundo de los adultos, y que rían, y disfruten. Ya tendrán tiempo de aguantar nuestras gilipolleces.

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Los simpáticos peces del Mediterráneo.

Coincido con todo el mundo en que ha sido una desgracia. Lo del Costa Concordia, digo. Un naufragio nunca es cosa de risa, y menos cuando se trata de un barco de esas dimensiones. Lo que me irrita, sin embargo, es el asombro, la sorpresa y las reacciones que ello ha suscitado. “Hoy en día no pueden pasar cosas así” decía un tipo, encolerizado y con la camisa de flores todavía húmeda por el chapuzón. “Es inadmisible”, corroboraba otro. Un tercero, a su vez, precisaba que había sido “como lo del Titanic, con el agravante de que esto fue por sorpresa”. Y tan pancho. Agravante, dice. El turista.

El mar, desde que el ser humano ha tenido los conocimientos y los arrestos necesarios para surcarlo, ha demostrado ser traidor, falso y peligroso como un político de los de aquí. Que se lo digan a todos aquellos marinos, los de verdad, que se han dejado la piel y la vida capeando temporales y taponando vías de agua con lo que había a mano. La gente que vive de eso sabe, por desgracia, que uno nunca está lo suficientemente prevenido, ya estés a 2 millas de la costa, con mar llana y buena visibilidad, o a doscientas, con un temporal de fuerza 11 en la escala Beaufort de los que vuelcan barcos y hacen viudas.

Hay otro elemento a tener en cuenta, claro. Me refiero a los capitanes y a la tripulación, de quienes depende fundamentalmente que un cascarón se vaya a pique o flote hasta llegar a puerto. A esto se refería Rudyard Kipling cuando contó la historia de Disko Troop y los demás, a bordo del Aquí Estamos. O Conrad, cuando describía al capitán Mac Whirr sujeto a una jarcia, calado el chubasquero y  gritándole al viento enfurecido que cerca estuvo de mandarlos al fondo del mar de China. Marineros que, aún conscientes de la inanidad de toda acción, vendían caro el pellejo.

Hay, sin embargo, quien tiene la arrogancia de creer que puede controlar la situación. Es una idea que nos han metido en la cabeza, fundamentalmente, esas empresas de cruceros pijos con piscina y pista de tenis. El mediterráneo, dicen, es un manso charco de agua salada poblado de simpáticos peces ideal para unas vacaciones en familia. A un precio atractivo, por supuesto, y con servicio de habitaciones. Si los griegos naufragaban, y también los romanos, es porque no tenían ni puta idea. Meros aficionados.

Y, de repente, ocurre. Y todos miran asombrados alrededor, con los daiquiris a medio acabar, preguntándose qué carajo está pasando. Esto no venía en el folleto, piensan. Hacen memoria, pero no recuerdan haber pagado por una vía de agua del tamaño de un campo de fútbol.  Entonces empiezan a zozobrar, y los simpáticos peces de los que antes hablaba hacen toc, toc, y llaman a las puertas de los camarotes para darte los buenos días. Imaginen qué risa cuando miraran por los ojos de buey, o lo que rayos tenga ese barco por ventanas, y vieran a su capitán poniendo agua de por medio con una zodiac (più veloce, dico, maledetto!) como alma que lleva el diablo. “Esa roca no debía estar ahí” dijo, cuando las autoridades lo detuvieron poco después.

Pues eso. Quiero decir con esto que son cosas que pasan: Vientos malintencionados, olas del tamaño de un bloque de pisos o rocas que no debían estar ahí, pero estaban. Lo mismo da.

Ya lo dijo el capitán Mac Whirr, y yo lo repito ahora: “Te está bien empleado, viejo imbécil. Eso te enseñará a hacerte marino”.

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Sobre pianistos y rinocerontas.

Ya está. Me rindo. Juro que, en lo sucesivo, mi escritura será igualitaria, humanitaria y políticamente correcta. Reconozco lo que hay de machista y de fascista en utilizar ese abyecto género no marcado sin relación al sexo que es el genérico masculino, y entono el Mea Culpa. Cómo he podido estar tan ciego, rediós.

Y ya que me he vuelto un hombre de provecho y un ciudadano ejemplar, voy a apuntarme a esa moda tan actual de reivindicar igualdad a través de la lengua española, herramienta obsoleta y sexista, que tiene, además, cierto tufillo franquista.

Artisto. A partir de ahora propongo, ¡no!, exijo, que se utilice la palabra artisto para referirse a todos los artistas masculinos. Y así con tantos otros sustantivos de género común que tan mal suenan hoy en día. Si, por casualidad, me diera por tocar el piano, quiero que se me defina como un excelente pianisto; de la misma forma que yo me referiré a los rinocerontes hembras del Zoo como rinocerontas. Etcétera.

Sepan, amables y amablas lectores y lectoras, que tengo intención de pedir perdón por tantos años de uso discriminatorio y vil de mi lenguaje. Atrás quedan los tiempos en que aún creía que el castellano es un idioma que no posee género neutro más que para los demostrativos, los cuantificadores, el artículo “lo” y algunos pronombres personales. Ya no creo en los Heterónimos, ni en las palabras comunes en cuanto al género como “profesional”, “testigo”, “víctima” o “artista”. En cuanto a la ambigüedad gramatical de palabras como “mar”, o los epicenos como “lechuza” o “personaje”,  para qué voy a contarles. O se les busca una forma para referirse al sexo opuesto que quede chachi, o yo me paso al inglés. Me niego a seguir usando esta parla infame.

Supongo que quedarán satisfechos y satisfechas todos y todas aquellos y aquellas hombres y mujeres, asiduos y asiduas lectores y lectoras de mis continuas faltas de respeto. Pensarán que bromeo, que sólo quiero burlarme, y encuentran en este escrito un tono irónico. Pero yerran. A fe que me siento un hombre reformado, y que he visto la luz de la verdad. Esto no es más que una carta de humilde agradecimiento, arrepentido como estoy, para todas esas personas y personos que han obrado el milagro.

De ahora en adelante dirigiré mis esfuerzos y mi tesón a que todas esas palabras que ya he expuesto, así como tantas otras, sean reconocidas en la próxima gramática de la RAE, y usadas con normalidad por el grueso de la sociedad. Desde este mismo momento soy parte activa de esta generosa lucha que cuenta con tantos y tantas miembros y miembras que lidian desinteresadamente por nuestros derechos, a pesar de tanto facha y tanto reaccionario, y reaccionaria. Y además reclamo, en mi derecho como estoy, que no se me tome por un insigne gilipollas. He dicho.

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