Eran cuatro. Una chica y un chico jóvenes, una señora mayor y un hombre adulto. Sus restos aparecieron en las obras de ampliación de un cementerio, en Toledo. Habían sido fusilados al comienzo de la nuestra Guerra Civil y arrojados a una fosa común. Aquel fue el final de su historia. Nadie los reclamó, nadie se preocupó por rescatar sus huesos y ofrecerles un entierro digno. Pero se sabía que estaban allí. Supongo que no tuvieron tanta suerte como otros: ellos no estaban en la misma fosa que García Lorca, ni las estrellas de música y cine, con esa profunda sensibilidad social que tienen, reclamaron enérgicamente que se honrara su memoria. No había cámaras de televisión ni políticos hablando sobre el valor de toda vida humana, etcétera. Así que, como esos restos no servían para trincar votos, fueron metidos, bien revueltos, en un saco de tela (Azúcar Acor, ponía en letras azules) y olvidados en un sótano. A ver a quién carajo van a importarle un puñado huesos viejos. Más tarde, el alcalde de ese pueblo (de IU, por cierto), los cedió ala UniversidadAutónoma.Así fue como supe de ellos.
Dentro del saco había también lo que parecían ser unas botas militares, un cinturón y algo de tela. Destacaban, entre todos los restos, los cuatro cráneos, en los que podía apreciarse un agujero de bala en la nuca o en la sien.
No sé quienes eran. Si eran buenas o malas personas, cobardes o valientes, honrados o no. ¿Qué importa eso? Están muertos. Sólo son huesos, ya no existen. Pero supongo que, cuando uno sostiene un cráneo agujereado, no puede evitar pensar que un día fue una persona. Que estuvo vivo, que amó, que odió, que tuvo miedo. Que reía y que lloraba, como todos, independientemente del bando al que perteneciera en la guerra. Imaginé a ese chico, de unos veinte años, de pie, encogido y mirando por última vez a su compañera. Quizá dándole la mano, y prometiéndole que todo va a salir bien. Que él está ahí, con ella, y que no va a soltarla. No sé si la chica era su novia, o su hermana. A lo mejor ni siquiera la conocía. Detrás, la anciana descansa sentada en una piedra, resignada, mientras que el hombre, de mediana edad, sostiene la mirada de su verdugo. Sabía que iban a matarlo, pero no era el momento de empezar a suplicar, a esas alturas. Después de una vida luchando por permanecer de pie, con dignidad, no era cuestión de arrodillarse. Le daría pereza, ¿no creen?
¿Lo último que oyeron? A lo mejor un “te quiero”. O un “lo siento”. Quizá un sollozo, y unas palabras de consuelo. Después una orden. Un suspiro. No lo sé. Pero no me cabe duda de que, al final, todos escucharon un disparo, y luego, nada.
Cada uno que piense lo que le plazca. Así es como lo veo yo, y me da igual si realmente fue lo que ocurrió. En realidad, no sé por qué escribo esto. A lo mejor es por que me siento culpable al trabajar con sus huesos, y necesito disculparme. O porque es lo único que puedo hacer por ellos. En cualquier caso lo hago porque he tenido el descuido, o el error, de recordar que eran seres humanos. A lo mejor, dentro de unos años, dejo de imaginar la vida de personas muertas. Con un poco de suerte sólo veré material de trabajo que hay que limpiar, ordenar, catalogar y registrar, y me ahorro historias que maldita la gracia que me hacen. Pero eso se consigue con la experiencia. Cuando por fin me de cuenta de que, en realidad, la vida humana no vale una puñetera mierda.